Capítulo 7

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Cuando sólo estábamos Denny y yo, él ganaba diez mil dólares al mes en su tiempo
libre llamando a gente por teléfono, como quien dice. Pero cuando Eve quedó
encinta, Denny comenzó a trabajar detrás del mostrador del concesionario de coches
finos donde se ocupaban de reparar únicamente marcas alemanas caras. A Denny le
gustaba de verdad este trabajo, pero ocupaba todo su tiempo libre y ya no pasábamos
los días juntos.
Algunos fines de semana, además, Denny daba clases en alguno de los cursos de
conducción de alto nivel que organizaban los muchos clubs de automóviles —BMW,
Porsche, Alfa Romeo— de la zona, y solía llevarme, lo que me agradaba mucho. En
realidad, no le gustaba dar ese tipo de clases, pues cuando ello ocurría no conducía,
sino que se limitaba a sentarse en el asiento del acompañante y decirles a otras
personas cómo se conduce. Y, según comentaba, lo que le pagaban apenas
compensaba lo que gastaba en gasolina para llegar allí. Tenía la ilusión, o mejor
dicho la fantasía, de mudarse a algún lugar —Sonoma, Phoenix, Connecticut, Las
Vegas, Europa, incluso— para trabajar en una escuela importante y conducir más,
pero Eve le dijo que creía que nunca podría dejar Seattle.
Eve trabajaba en una gran empresa mayorista de ropa, porque ello nos daba
dinero y seguro médico, y también porque nos permitía comprar ropa con descuento
para toda la familia. Volvió al trabajo unos meses después del nacimiento de Zoë,
aunque lo que quería en realidad era quedarse en casa con su bebé. Denny se ofreció
a dejar su trabajo para ocuparse de Zoë, pero Eve le dijo que eso no sería práctico.
Así que cada mañana dejaba a Zoë en la guardería, de donde la recogía por la noche
al regresar del trabajo.
Como Denny y Eve trabajaban y Zoë estaba en la guardería, yo me quedaba solo.
Me pasaba casi todos los días aburrido, solo en el apartamento, vagando de una
habitación a otra, echándome a dormir en uno u otro lugar, dejando correr las horas, a
veces sin hacer más que mirar por la ventana, observando los autobuses que pasaban
por la calle para ver si llegaba a discernir sus horarios. Hasta entonces, no me había
dado cuenta de cuánto disfrutaba del ajetreo que reinaba en la casa desde la llegada
de Zoë. Me hacía sentirme parte de algo. Yo era una figura central a la hora de
entretener a la niña. A veces, después de mamar, cuando estaba despierta y
espabilada, bien asegurada a su sillita, Eve y Denny jugaban a tirarse una pelota
hecha con calcetines enrollados de un extremo a otro de la sala de estar. Yo saltaba
para capturarla, corría y bailaba como un payaso de cuatro patas. Y cuando, contra
todas las previsiones, lograba hacerme con la pelota y le pegaba con el hocico, Zoë
chillaba y reía. Sacudía las piernas con tantos bríos que la sillita se desplazaba. Y
Eve, Denny y yo nos desternillábamos de risa. Pero, después, todos se marcharon y me dejaron solo.
Los días vacíos me venían grandes y se me hacían eternos. Me los pasaba
mirando por la ventana y recordando cómo Zoë y yo jugábamos a Enzo-busca, juego
inventado por mí y bautizado por ella. Consistía en que Denny o Eve la ayudaban a
arrojar una bola de calcetines o uno de sus juguetes de un extremo a otro de la
habitación, y yo se lo traía de regreso empujándolo con el hocico, y ella se reía y yo
meneaba el rabo. Hasta el día en que un afortunado accidente cambió mi vida. Denny
encendió la tele una mañana para ver el estado del tiempo y olvidó apagarla antes de
marcharse.
Os diré una cosa: el Weather Channel, el canal del tiempo, no se ocupa sólo de la
meteorología. ¡Trata sobre el mundo! Enseña cómo el clima nos afecta a todos, a
nuestra economía global, nuestra salud, felicidad, ánimo. El canal aborda con gran
detalle toda suerte de fenómenos meteorológicos, huracanes, ciclones, tornados,
monzones, granizo, lluvia, tormentas eléctricas. Sienten especial predilección por la
confluencia de diversos fenómenos. Absolutamente fascinante. Tanto es así que
cuando Denny regresó del trabajo esa noche me encontró pendiente de la televisión.
—¿Qué miras? —preguntó al entrar. Me lo preguntó como si yo fuese Eve o Zoë,
como si hablarme así fuera lo más natural del mundo. Pero Eve se encontraba en la
cocina preparando la cena y Zoë estaba con ella; me hablaba a mí. Lo miré y después
volví la mirada a la televisión, donde pasaban revista al principal suceso del día:
inundaciones debidas a lluvias intensas en la Costa Este.
—¿El Weather Channel? —dijo en tono burlón—. Mira esto.
Tomó el mando a distancia y puso el Speed Channel, el canal de las carreras.
Yo había visto mucha televisión mientras crecía, pero sólo cuando alguna persona
la estaba viendo. A Denny y a mí nos gustaban las carreras y las películas; Eve y yo
veíamos vídeos musicales y cotilleos de Hollywood; Zoë y yo mirábamos programas
infantiles. (Traté de aprender a leer con Barrio Sésamo, pero no lo logré. Llegué, eso
sí, a tener algún grado de alfabetización, y aún recuerdo la diferencia entre «abrir» y
«cerrar» una puerta, pero, después de dilucidar las formas de cada letra, no logré
entender qué sonidos representaban o por qué lo hacían). ¡Pero, de pronto, la idea de
que podía mirar la tele solo entró en mi vida! Si yo hubiese sido un personaje de
historieta, una bombilla se hubiese encendido sobre mi cabeza. Ladré, excitado, a los
coches que corrían por la pantalla. Denny rió.
—Mejor, ¿eh?
¡Sí! ¡Mejor! Me estiré profunda, gozosamente, meneando la cola, para expresar
tan bien como podía mi felicidad y mi aprobación. Y Denny me entendió.
—No sabía que fueras un perro aficionado a la televisión —dijo—. Puedo
dejártela encendida durante el día si quieres.
«¡Quiero! ¡Quiero!».
—Pero debes ser moderado —añadió—. No quiero que estés todo el día frente a
la tele. Cuento con que seas responsable.
«¡Soy responsable!».
Aunque hasta ese momento de mi vida —ya tenía tres años— había aprendido
muchas cosas, mi educación realmente cobró impulso cuando Denny comenzó a
dejarme el televisor encendido. El tedio me abandonó y el tiempo volvió a correr con
rapidez. Los fines de semana, cuando todos estábamos juntos, parecían cortos y
llenos de actividad, y, aunque las noches de domingo eran agridulces, me consolaba
pensar que me esperaba una semana de televisión.
Sumergido en mi educación perdí, creo, la noción del tiempo, así que la llegada
del segundo cumpleaños de Zoë me sorprendió. De pronto, me encontré en medio de
una fiesta en el apartamento. Los invitados eran los amigos que Zoë se había hecho
en el parque y la guardería. Había bullicio y actividad, y todos los niños jugaron
conmigo, luchando sobre la alfombra, y los dejé que me disfrazaran con un gorro y
una camiseta. Zoë decía que yo era su hermano mayor. Desparramaron tarta de limón
por todo el suelo, y yo ayudé a Eve, limpiándola, mientras Denny abría los regalos
con los niños. Me agradó ver a Eve limpiando de buena gana tantas cosas, arreglando
tanto desorden, dado que muchas veces se quejaba de tener que hacerlo cuando
alguno de nosotros ensuciaba algo. Me elogió, incluso, por mi habilidad para limpiar
las migas mientras competíamos, ella con su aspiradora, yo con mi lengua. Cuando
todos se marcharon y terminamos con la limpieza, Denny dijo que tenía un regalo
sorpresa para Zoë. Le mostró una foto que ella miró con escaso interés. Pero cuando
le enseñó la misma foto a Eve, Eve lloró. Y después rió y lo abrazó, y volvió a mirar
la foto, y a llorar. Denny tomó la foto y me la mostró, y resultó que era una foto de
una casa.
—Mira, Enzo —dijo—. Éste es tu nuevo patio. ¿No te emociona?
Supongo que me emocionó. Pero lo cierto es que recuerdo que más bien me
confundió. No comprendí las implicaciones del anuncio. Y después todos se pusieron
a meter cosas en cajas y a afanarse de un lado a otro, y, antes de que me diera cuenta
de lo ocurrido, me encontré en un lugar completamente nuevo.
La casa era agradable. Era una linda casita de estilo antiguo, como las que salen
en el programa Esta vieja casa. Tenía dos dormitorios y sólo un cuarto de baño, pero
los espacios comunes eran grandes. Estaba muy cerca de sus casas vecinas, sobre una
ladera en el distrito central. Pendían muchos cables de electricidad de unos postes que
había en la acera, y, aunque nuestra casa estaba cuidada y bien mantenida, algunas de
las vecinas tenían jardines con el césped sin cortar, pintura que se caía a pedazos y
musgo en los techos.
Eve y Denny estaban enamorados del lugar y se pasaron toda la primera noche
rodando desnudos por todas las habitaciones, menos la de Zoë. Cuando Denny volvía del trabajo, lo primero que hacía era saludar a las mujeres. Después, me sacaba al
jardín y me tiraba la pelota, que yo le devolvía de buena gana. Y cuando Zoë creció
un poco, corría y chillaba mientras yo fingía perseguirla. Eve la regañaba:
—No corras así. Enzo te puede morder.
Dudaba así de mí durante los primeros años. Pero una vez Denny se volvió hacia
ella y le dijo:
—Enzo nunca le haría daño, ¡jamás! —Y tenía razón. Yo sabía que no era como
los otros perros. Tenía cierto grado de voluntad, la suficiente como para dominar mis
instintos. Pero lo que Eve decía no era descabellado, pues la mayor parte de los
perros no puede evitarlo. Cuando ven correr a un animal, le siguen el rastro para
atraparlo. Auque yo no soy de ésos.
Claro que Eve no lo sabía, y yo no tenía modo de explicárselo, de modo que
nunca jugué a lo bruto con Zoë. No quería darle motivos de preocupación a Eve.
Porque ya lo había olido. Cuando Denny no estaba, quien me alimentaba era Eve, y
cuando se inclinaba para darme mi cuenco de comida y mi nariz quedaba cerca de su
cabeza, yo detectaba un feo olor, como a madera podrida, setas, descomposición.
Podredumbre húmeda, rezumante. Salía de sus oídos y de sus narices. En la cabeza de
Eve había algo que no debía estar allí.
Si mi lengua me lo hubiese permitido, se lo habría dicho. Les podría haber
advertido de lo que ocurría mucho antes de que lo descubriesen con sus máquinas,
sus ordenadores y sus superdispositivos que ven dentro de la cabeza humana. Creen
que esas máquinas son sofisticadas, pero lo cierto es que son torpes y primitivas,
totalmente reactivas, basadas en una filosofía médica obsesionada con los síntomas,
que siempre llega tarde. Mi nariz, sí, mi bonito hocico negro y húmedo, husmeó la
enfermedad del cerebro de Eve antes de que ella supiese que estaba allí.
Pero mi lengua no es ágil. Así que no pude hacer más que mirar, sintiéndome
vacío por dentro. Eve me había encomendado la misión de proteger a Zoë a cualquier
precio, pero nadie estaba encargado de proteger a Eve. Y yo no podía hacer nada por
ayudarla.

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora