Capítulo 11

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Cuando quedé súbita y firmemente encerrado en la casa, no me dejé llevar por el
miedo. No reaccioné en exceso ni me quedé paralizado. Evalué la situación rápida y
cuidadosamente y entendí estas cosas: Eve estaba enferma, era posible que su mal
estuviese afectando a su juicio y era de suponer que no regresaría a por mí. Denny
llegaría a casa en tres días, o dos noches.
Soy un perro y sé ayunar. Es parte del legado genético que tanto desprecio.
Cuando Dios les dio cerebros grandes a los hombres, les quitó las almohadillas de los
pies y los hizo vulnerables a los hongos. Cuando privó a los perros del uso de los
pulgares, les dio la capacidad de sobrevivir sin comida durante largos periodos.
Aunque un pulgar —¡un pulgar!— me habría sido muy útil al permitirme girar el
estúpido picaporte y salir, la segunda mejor herramienta, y la única de la que
disponía, era mi capacidad de pasar mucho tiempo sin ingerir alimentos.
Me cuidé de racionar el agua del inodoro durante tres días. Vagué por la casa
husmeando la ranura de la puerta de la alacena y fantaseando con un gran cuenco de
mis bizcochos, recogiendo algún que otro polvoriento copo de cereal dejado en algún
rincón por Zoë. Y oriné y defequé sobre el felpudo de la puerta trasera, cerca de las
máquinas del lavadero. No tuve pánico.
Durante la segunda noche, cuando ya llevaba unas cuarenta horas de soledad,
creo que comencé a alucinar. Lamiendo las patas de la sillita de Zoë, donde descubrí
vestigios de yogur derramado hacía mucho, hice despertar involuntariamente mi
estómago, cuyos jugos digestivos cobraron vida con un desagradable rugido.
Entonces oí un sonido que procedía del dormitorio de la niña. Cuando fui a
investigar, vi algo horrible y aterrador. Uno de sus animales de peluche se estaba
moviendo solo.
Era la cebra. La cebra de peluche que le habían enviado sus abuelos paternos,
quienes, a juzgar por lo que veíamos en Seattle, bien podrían haber sido también
animales de juguete. Nunca me había gustado esa cebra, que me parecía una
competidora en lo que se referia a los afectos de Zoë. En realidad, me sorprendí al
verla en la casa, pues era uno de los juguetes favoritos de la niña y la llevaba a todas
partes e incluso dormía con ella, lo que había marcado unos surcos en la felpa del
animal, justo por debajo de la cabeza. Me costó entender que Eve no la hubiese
recogido cuando guardó sus cosas. Pero supuse que habría estado tan urgida, o tan
dolorida, que pasó por alto la cebra.
La ahora viviente cebra no me dijo nada, pero en cuanto me vio comenzó una
espasmódica danza giratoria, que culminó refregando repetidamente su ingle castrada
contra el rostro inocente de una muñeca Barbie. Eso me enfureció y le gruñí a la
depravada cebra, que no hizo más que sonreír y continuar con sus ataques. Esta vez abusó de una rana de peluche, a la que montó desde atrás, con una pezuña alzada en
el aire, como un vaquero domador, cabalgándola a pelo entre gritos de «¡yi-haaa!, ¡yi-
haa!».
Me quedé mirando cómo la muy desgraciada abusaba de cada uno de los juguetes
de Zoë y los humillaba con gran malevolencia. Finalmente, no pude soportarlo más y
me lancé sobre ella, enseñando los dientes, para terminar con el brutal espectáculo de
una vez por todas. Pero antes de que pudiese atrapar a la cebra demente entre mis
dientes, dejó de bailar y se alzó ante mí sobre sus patas traseras. Luego, con las
delanteras, se abrió la costura que tenía en la barriga. ¡Su propia costura! Comenzó a
sacarse el relleno. Continuó el proceso, abriendo cada una de sus costuras y
deshaciéndose puñado a puñado, hasta que terminó de extraer toda la sangre del
demonio, fuera cual fuese, que la había hecho cobrar vida, y quedó convertida en un
simple montón de tela y relleno que se movía en el suelo, palpitando como un
corazón arrancado de un pecho, cada vez más despacio, hasta que se detuvo por
completo.
Traumatizado, dejé la habitación de Zoë, con la esperanza de que lo que acababa
de ver sólo estuviese en mi mente, que fuera una visión producida por la falta de
glucosa en mi sangre, pero sabiendo al mismo tiempo que no lo era, que había sido
verdad. Algo terrible había ocurrido.
Denny regresó a la tarde siguiente. Oí el taxi que se detenía, lo vi descargar sus
cosas y llevarlas a la puerta trasera. No quería mostrarme demasiado excitado por
verlo, pero como también me preocupaba lo que había hecho en el felpudo, le advertí
con un par de breves ladridos. Por la ventana, vi su expresión de sorpresa. Sacó las
llaves y abrió la puerta, y traté de cerrarle el paso. Pero venía con demasiada prisa y
pisó el felpudo. Se oyó un sonido húmedo. Bajó la vista antes de entrar, dando
cautelosos saltitos sobre una sola pierna.
—¿Qué es esto? ¿Qué haces aquí?
Paseó la mirada por la cocina. No había nada en desorden. Yo era lo único que no
estaba donde debía.
—¡Eve! —llamó.
Pero Eve no estaba allí. Yo no sabía dónde se encontraba, pero no estaba
conmigo.
—¿Están en casa? —me preguntó.
No respondí. Tomó el teléfono y marcó.
—¿Eve y Zoë están ahí? —preguntó sin saludar—. ¿Puedo hablar con Eve?
Al cabo de un momento dijo:
—Enzo está aquí.
Pausa.
—Yo también estoy tratando de entender. ¿Lo dejaste aquí?
Otra pausa.
—Esto es una locura. ¿Cómo no vas a acordarte de que el perro está en la casa?...
¿Estuvo aquí todo el tiempo?
Después, muy enfadado, gritó:
—¡Mierda!
Y después colgó el teléfono y soltó, lleno de frustración, un único, largo y muy
fuerte grito. A continuación me miró y dijo:
—Estoy muy enfadado.
Recorrió la casa a toda prisa. No lo seguí. Aguardé junto a la puerta trasera.
Regresó al cabo de un momento.
—¿Éste fue el único lugar que usaste? —preguntó, señalando el felpudo—. Buen
chico, Enzo. Bien hecho.
Sacó una bolsa de basura de la alacena, metió en ella el empapado felpudo, la
cerró con un nudo, la dejó fuera. Limpió el suelo con un trapo.
—Debes de estar muerto de hambre.
Llenó mi cuenco de agua y me dio algunas de mis galletas, que comí con
demasiada prisa, sin disfrutarlas, pero llenando al menos el hueco de mi panza. En
silencio, furioso, me vio comer. Y, muy pronto, Eve y Zoë aparecieron en el porche
trasero.
Denny abrió la puerta con brusquedad.
—Increíble —dijo con voz llena de amargura—. Eres increíble.
—Estaba enferma —replicó Eve, entrando en la casa. Zoë se escondía detrás de
ella—. No podía pensar.
—Se podría haber muerto.
—No se ha muerto.
—Se podría haber muerto —repitió Denny—. Nunca oí una cosa tan estúpida.
Descuidada. Totalmente inconsciente.
—¡Estaba enferma! —le gritó Eve—. ¡No podía pensar!
—No piensas. La gente se muere. Los perros se mueren.
—No puedo más, no puedo hacerlo sola otra vez. —Lloraba, estremeciéndose
como un árbol delgado en un día ventoso. Zoë se escabulló y desapareció en el
interior de la casa—. Siempre te marchas, y yo tengo que cuidar sola a Zoë y a Enzo
y no puedo hacerlo. ¡Apenas puedo cuidar de mí misma!
—Deberías haber llamado a Mike o haberlo llevado a una perrera, ¡o algo!
Cualquier cosa menos tratar de matarlo.
—No traté de matarlo —susurró ella.
Oí un llanto y miré. Zoë estaba en la puerta del pasillo, llorando. Eve pasó frente
a Denny, apartándolo, y se arrodillo frente a Zoë.
—Oh, nena, lamento que estemos peleando. No lo haremos más. Por favor, no llores.
—Mis animales —gimoteó Zoë.
—¿Qué les pasa a tus animales?
Eve tomó la mano de Zoë y fue con ella por el pasillo. Denny las siguió. Yo me
quedé donde estaba. No tenía intención de acercarme a la habitación donde había
visto el baile de la cebra degenerada. No quería verla.
De pronto, oí unas pisadas atronadoras. Me encogí junto a la puerta trasera
cuando Denny irrumpió en la cocina y se precipitó sobre mí. Estaba inflamado,
indignado. Me clavaba los ojos y apretaba las mandíbulas.
—Perro estúpido —gruñó y, con un tirón, me agarró un gran pliegue de la piel del
pescuezo. Me quedé paralizado, asustado. Nunca me había tratado así. Me arrastró
por la cocina y el pasillo hasta el dormitorio de Zoë, donde ella estaba sentada en el
suelo, atónita, en medio de un inmenso desorden. Sus muñecas, sus animales, todos
hechos trizas, destripados, un desastre absoluto. Una carnicería total. Sólo pude
suponer que la maligna cebra endemoniada se había rearmado a sí misma y había
destruido a los otros animales cuando me marché. Debí eliminarla mientras pude. Me
la tendría que haber comido, aunque ello me costara la vida.
Denny estaba tan encolerizado que su ira llenaba toda la habitación, toda la casa.
No había nada tan grande como la ira de Denny. Se irguió, y rugió y me pegó en un
lado de la cabeza con su gran mano. Caí con un gruñido, aplastándome contra el
suelo cuanto pude.
—¡Perro malo! —bramó, alzando la mano para volver a golpearme.
—¡Denny, no! —Eve corrió hacia mí y me cubrió con su cuerpo. Para
protegerme.
Denny se detuvo. No la pegaría a ella. Jamás. Como tampoco me pegaría a mí.
Sabía que no me había pegado, aunque sentía el dolor de su golpe. Le había pegado al
demonio, a la cebra maligna, la criatura oscura que entró en la casa y poseyó al
animal de peluche. Denny creía que el espíritu maligno estaba en mí, pero no era así.
Yo lo había visto. El demonio había poseído a la cebra y me había dejado en la escena
del crimen, sin voz para defenderme. Me había endilgado su delito.
—Compraremos animales nuevos, mi amor —le dijo Eve a Zoë—. Iremos a la
juguetería mañana.
Con tanta suavidad como me fue posible, me arrastré en dirección a Zoë, la triste
niñita sentada en el suelo, rodeada de los restos de su mundo de fantasía, con el
mentón apoyado en el pecho y las mejillas surcadas de lágrimas. Yo sentía su dolor,
porque conocía íntimamente su mundo de fantasía. Ella me permitía verlo y a
menudo me incluía en él. A través de esos juegos, aparentemente tontos y con
nombres significativos, yo veía lo que pensaba ella de sí misma y de su lugar en la
vida. Cómo adoraba a su padre y siempre quería complacer a su madre. Cómo confiaba en mí, pero sentía miedo cuando yo ponía caras demasiado expresivas, que
la hacían dudar de la concepción del mundo que le enseñaban los adultos y que
negaba que los animales pudieran pensar. Me arrastré hasta ella y apoyé el hocico
junto a su muslo bronceado por el sol del verano. Y alcé un poco las cejas, como
preguntándole si me perdonaría alguna vez por no haber protegido a sus animales.
Se tomó un largo rato antes de responderme, pero al fin lo hizo. Me puso una
mano en la cabeza y la dejó ahí. No me rascó. Pasaría largo tiempo antes de que
volviera a hacerlo. Pero me tocó, lo que significaba que me perdonaba por lo
ocurrido, aunque la herida estaba demasiado fresca y el dolor aún era demasiado
grande como para olvidar.
Más tarde, después de que todos comieran y de que pusieran a Zoë a dormir en su
cuarto, que había sido limpiado de todo rastro de la masacre, me encontré a Denny
sentado en los peldaños del porche, con un vaso de bebida fuerte en la mano. Me
pareció raro, pues no bebía esa clase de alcohol casi nunca. Me aproximé con cautela
y me vio.
—Está bien, chico. —Dio unas palmaditas en el peldaño junto a él y me acerqué.
Le olfateé la muñeca y le di un prudente lametón. Sonrió y me acarició cariñosamente
el pescuezo.
—Lo siento de verdad —dijo—. Perdí la cabeza.
El jardín de nuestra casa no era grande, pero sí agradable al atardecer. Estaba
bordeado por una franja de tierra cubierta de aromática viruta de cedro, donde
plantaban flores en primavera. En un rincón había un arbusto que daba flores que
atraían a las abejas. Yo me inquietaba siempre que Zoë jugaba cerca de él, pero nunca
la picaban.
Denny vació su copa con un largo trago y se estremeció involuntariamente. Sacó
una botella de algún lado, lo que me sorprendió, porque no la había notado, y volvió a
llenar su vaso. Se levantó, dio un par de pasos y se estiró.
—Logramos el primer puesto, Enzo. No sólo nos clasificamos. Fuimos los
primeros de todos. ¿Sabes qué significa eso?
El corazón me dio un salto. Sabía lo que significaba. Significaba que era el
campeón. ¡Significaba que era el mejor!
—Significa que he obtenido una plaza en la categoría de turismos para la próxima
temporada, eso significa —me dijo Denny—. Tuve una oferta de un verdadero, de un
auténtico equipo de carreras. ¿Sabes qué es una oferta?
Me encantaba cuando me hablaba así. Estirando el momento de la definición.
Siempre me gustó cualquier narración que conduce a algo. Claro, tengo sentido del
drama. Para mí, una buena historia consiste en plantear expectativas y después
revelarlas de maneras sorprendentes y emocionantes.
—Que me hayan hecho una oferta significa que puedo competir en una carrera, si logro aportar mi parte de dinero de patrocinio para la temporada, lo cual es razonable
y hasta casi posible, y si estoy dispuesto a permanecer casi seis meses lejos de Eve,
de Zoë y de ti. ¿Lo estoy?
No dije nada, porque mis sensaciones eran ambivalentes. Por una parte, era el
primer devoto de Denny y el más firme partidario de su carrera. Pero también sentí
algo parecido a lo que Eve y Zoë debían de experimentar cada vez que él se
marchaba: un vacío en la boca del estómago ante la idea de su ausencia. En aquel
momento debió de leerme la mente, pues, tras dar un sorbo, dijo:
—No lo sé. —Era lo mismo que yo estaba pensando—. No puedo creer que te
haya dejado así. Ya sé que tenía un virus, pero es igual. NO hay excusa posible.
¿De veras creía eso, o se mentía a sí mismo? O quizá sólo lo creía porque Eve
quería que lo creyera. No importaba. Si yo hubiese sido una persona, le habría podido
contar la verdad acerca de lo que le ocurría a Eve.
—Fue un virus malo —dijo, más para sí que para mí—. No la dejó ni pensar.
Y, de pronto, dudé. De haber sido yo una persona, con capacidad de decirle la
verdad, tal vez él no hubiese querido saberla.
Suspiró, volvió a sentarse y llenó su copa otra vez.
—Te voy a descontar todos esos animales de peluche de tu comida. —Hablaba
con una risita. Me miró y me tomó del mentón—. Te quiero, chico —dijo—. Y te
prometo que nunca te volveré a hacer eso. Ocurra lo que ocurra. Lo siento de verdad.
Hablaba más de la cuenta, estaba borracho. Pero hizo que yo también lo amara
mucho.
—Eres duro —siguió—. Pudiste pasar tres días así porque eres un perro duro.
Me sentí orgulloso.
—Sé que nunca harías de forma consciente nada que pudiese herir a Zoë.
Apoyé la cabeza sobre su pierna y lo miré.
—A veces pienso que entiendes mis palabras —afirmó—. Como si hubiese una
persona dentro de ti. Como si lo supieras todo.
Y lo sé, me dije. Lo sé.

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora