Los indicios estaban a la vista, pero yo no había sabido interpretarlos. Durante el
invierno, Denny practicó de forma obsesiva un juego de simulación de carreras en el
ordenador, lo que era muy poco propio de él. Nunca le habían interesado esos juegos.
Pero ese invierno lo hacía constantemente, noche tras noche, cuando Eve se iba a
dormir. Y sólo ponía circuitos de los Estados Unidos. De St. Petersburg a Laguna
Seca. De las carreteras de Atlanta al centro de Ohio. Me tendría que haber dado
cuenta con sólo ver los circuitos que recorría. No estaba jugando. Estaba estudiando.
Aprendía las curvas y los puntos donde debía disminuir la velocidad. Yo le había oído
hablar de lo precisos que eran esos juegos, de cómo les eran muy útiles a los pilotos
profesionales para familiarizarse con nuevos circuitos. Pero en aquel momento no lo
recordé.
Y su dieta: nada de alcohol, ni de azúcar, ni de fritos. Su rutina de ejercicios:
correr muchos días por semana, nadar en la piscina Medgar Evers, pesas en el garaje
del fornido vecino que había comenzado a ejercitarse cuando estaba en la cárcel.
Denny se había estado preparando. Estaba flexible, fuerte y listo para dar guerra al
volante de un coche. Y yo no había sabido descifrar las señales. Pero he de decir que
me parece que me mantuvo desinformado adrede. Porque cuando, un día de mayo,
bajó con su bolso deportivo y su maleta con ruedecitas y su funda especial para el
casco y el dispositivo protector del cuello, Eve y Zoë no se mostraron sorprendidas
porque se marchara. Ya se lo había dicho a ellas. A mí, no.
La despedida fue extraña. Zoë estaba excitada y nerviosa al mismo tiempo; Eve,
abatida, yo, completamente confundido. ¿Adónde se iba? Alcé las cejas, erguí las
orejas, ladeé la cabeza; recurrí a todos mis gestos faciales en busca de información.
—Sebring —me dijo, como si me hubiese leído la mente—. ¿No te había dicho
que obtuve una plaza en la categoría de turismos?
¿Categoría de turismos? ¡Pero si dijo que nunca podría hacerlo! ¿No habíamos
quedado en eso?
Me sentí eufórico y desolado a la vez. Un fin de semana de carreras significaba
una ausencia de al menos tres noches, a veces cuatro, cuando el evento es en la costa
opuesta, y hay once carreras en un periodo de ocho meses. ¡Pasaría mucho tiempo
lejos de nosotros! Me preocupaba el bienestar emocional de los que quedábamos en
casa.
Pero tengo corazón de piloto, y un piloto jamás permite que lo que ya ocurrió
afecte a lo que está pasando en el momento presente. La noticia de que había
obtenido la plaza de la categoría de turismos, y que se iba a Sebring para participar en
una carrera que se transmitiría por ESPN2, era más que buena. Por fin haría lo que
debía hacer, cuando quisiera hacerlo. No tendría que preocuparse por lo que hacían los demás, ni esperar a nadie. Sería responsable de sí mismo y nada más. Un corredor
debe ser muy egoísta. La fría verdad es que hasta la familia está después que su
carrera.
Meneé el rabo con entusiasmo y me sonrió. Le brillaban los ojos. Sabía que yo
entendía todo lo que me decía.
—Pórtate bien —me dijo en tono de jocosa advertencia—. Cuida a las chicas.
Abrazó a la pequeña Zoë y le dio un suave beso a Eve. Pero cuando se volvió
para marcharse, ella se precipitó sobre él y lo abrazó con fuerza. Le sepultó el rostro,
enrojecido a fuerza de contener las lágrimas, en el hombro.
—Por favor, regresa. —Hablaba con voz amortiguada por el hombro en que
apoyaba la cara.
—Claro que lo haré.
—Por favor, regresa —repitió ella.
Él quiso tranquilizarla.
—Te prometo que regresaré entero —dijo.
Ella meneó la cabeza, que aún apretaba contra su cuerpo.
—No me importa cómo regreses. Sólo prométeme que volverás.
Él me dirigió una rápida mirada, como si yo pudiese aclararle qué quería decir
ella en realidad. ¿Se refería a que quería que regresara con vida? ¿O a que regresara
sin más, que no la abandonara? ¿O aludía a alguna otra cosa? Denny no entendía.
Yo, en cambio, sabía perfectamente a qué se refería. A Eve no le preocupaba que
Denny pudiera no regresar; se preocupaba por ella misma. Quería que volviese a
tiempo. Sabía que algo malo le ocurría, aunque ignoraba de qué se trataba, y temía
que ese mal volviera de alguna manera terrible durante la ausencia de Denny. Yo
también estaba preocupado, pues aún no había olvidado a la cebra. No podía
explicarle esto a Denny, pero sí tomar la decisión de mantenerme firme durante su
ausencia.
—Te lo prometo —dijo en tono optimista.
Cuando se marchó, Eve cerró los ojos y respiró hondo. Al volver a abrirlos me
miró y pude ver que también ella había tomado una decisión.
—Le insistí para que lo hiciera —me dijo—. Creo que me hará bien, su ausencia
me hará más fuerte.
Era la primera carrera de la serie, y a Denny no le fue bien; pero sí estuvo bien
para Eve y Zoë, y para mí. La vimos por la tele, y Denny quedó en el primer tercio de
la clasificación en las pruebas preliminares. Pero a poco de comenzar la carrera tuvo
que ir a boxes por un reventón de un neumático; uno de los mecánicos del equipo
tuvo problemas para colocar la nueva rueda y, para el momento en que Denny regresó
a la pista, había perdido una vuelta, que nunca recuperó. Quedó en el vigésimo cuarto
lugar.
La segunda carrera tuvo lugar pocas semanas después de la primera, y otra vez, a
Eve, a Zoë y a mí nos fue de perlas. Para Denny, el resultado se pareció mucho al de
la primera: una pérdida de combustible le valió una penalización que le costó una
vuelta. Trigésimo lugar.
Denny estaba enormemente frustrado.
—Los muchachos me caen bien —nos dijo a la hora de la cena, en una ocasión
que le tocó pasar unos días en casa—. Son buena gente, pero no son buenos como
equipo de mecánicos. Con sus errores, nos están haciendo perder la temporada. Si me
diesen ocasión de correr sin interrupciones, terminaría en un buen puesto.
—¿No pueden cambiar el equipo? —preguntó Eve.
Yo estaba en la cocina, al lado del comedor. Nunca me quedaba ahí mientras
comían, por respeto. A nadie le gusta tener un perro entre las piernas a la espera de
migajas mientras come. De modo que no podía verlos, aunque sí oírlos. A Denny, que
tomaba el cuenco de ensalada y se servía más. A Zoë, que hacía dar vueltas a sus
buñuelitos de pollo por el plato.
—Cómelos, cariño —le dijo Eve—. No juegues con ellos.
—No es la calidad de los individuos —trató de explicar Denny—. Es la calidad
del equipo.
—¿Cómo se soluciona? —preguntó Eve—. Pasas tanto tiempo fuera, es un
desperdicio. ¿De qué sirve correr si no puedes terminar? Zoë, sólo has comido dos
bocados. Come.
El crujido de la lechuga. Zoë bebiendo de su taza de plástico.
—Práctica —dijo Denny—. Práctica, práctica, práctica.
—¿Cuándo practicarían?
—Quieren que vaya a Infineon la semana que viene, a trabajar con la gente de
Apex Porsche. A trabajar duro con el equipo de mecánicos, para que no haya más
errores. Los patrocinadores están perdiendo la paciencia.
Eve no dijo nada.
Por fin, habló:
—La semana que viene es tu semana libre.
—No será toda la semana. Sólo tres o cuatro días. Buen aderezo, ¿lo hiciste tú?
No podía interpretar su lenguaje corporal porque no los veía, pero hay cosas que
los perros percibimos. La tensión. El miedo. La ansiedad. Estos estados de ánimo son
el resultado de transformaciones químicas del cuerpo humano. En otras palabras, son
totalmente fisiológicos. Involuntarios. A las personas les agrada creer que la
evolución las ha llevado más allá del instinto, pero el hecho es que aún tienen
reacciones de ataque o fuga ante los estímulos. Y cuando sus cuerpos responden,
puedo oler las emisiones químicas de las glándulas pituitarias. Por ejemplo, la
adrenalina tiene un olor muy específico, que se saborea más que olerse. Sé que éste no es un concepto comprensible para los humanos, pero es la mejor forma de
describirlo: un sabor alcalino en la base de la lengua. Desde mi puesto en el suelo de
la cocina, sentía el sabor de la adrenalina de Eve. Era evidente que, aunque se había
preparado para las ausencias de Denny, esta inesperada marcha a hacer prácticas en
Sonoma la había pillado por sorpresa, y estaba enfadada y asustada.
Oí el sonido de las patas de una silla al ser apartada. El de los platos al apilarse, el
de los cubiertos nerviosamente recogidos.
—Come los nuggets. —Eve ahora hablaba con severidad.
—Estoy llena —declaró Zoë.
—No has comido nada. ¿Cómo vas a estar llena?
—No me gustan los nuggets.
—No te levantarás de la mesa hasta que comas tus nuggets.
—¡No me gustan los nuggets! —Zoë chillaba y, de pronto, el mundo fue un lugar
muy oscuro.
Ansiedad. Expectativa. Excitación. Disgusto. Cada una de estas emociones tiene
su olor característico, y muchas de ellas emanaban del comedor en ese momento.
Tras un largo silencio, Denny dijo:
—Te haré un perrito caliente.
—No —dijo Eve—. Que se coma los nuggets. Le gustan. Sólo está siendo
caprichosa. ¡Come!
Otra pausa, seguida del sonido de unas arcadas infantiles.
Denny casi reía.
—Le haré un perrito caliente —insistió.
—¡Se va a comer los puñeteros nuggets! —gritó Eve.
—No le gustan. Le haré un perrito caliente —repuso Denny con firmeza.
—¡No, no se lo harás! Le gustan los nuggets y sólo hace esto porque tú estás. No
voy a ponerme a cocinar un plato nuevo cada vez que tenga un capricho. ¡Pidió los
putos nuggets, ahora que se los coma!
La furia también tiene un olor característico.
Zoë se echó a llorar. Fui a la puerta y miré. Eve estaba de pie a la cabecera de la
mesa, con el rostro rojo y congestionado. Zoë sollozaba sobre sus nuggets. Denny se
puso de pie para hacerse más grande. Es importante que el alfa sea más grande. A
veces, basta con una pose para hacer que otro integrante de la jauría se someta.
—Te estás excediendo —dijo—. ¿Por qué no te acuestas un rato y dejas que me
ocupe de todo?
—¡Siempre te pones de su lado! —soltó Eve con ira contenida.
—Sólo quiero que coma.
—Muy bien —siseó Eve—. Le haré su perrito caliente, entonces.
Se alejó de la mesa dando zancadas y estuvo a punto de aplastarme cuando pasó junto a mí. Abrió bruscamente la puerta del congelador, tomó un paquete, abrió el
grifo y puso las salchichas bajo el chorro de agua. Cogió un cuchillo y le dio una
puñalada al paquete, y fue entonces cuando la velada pasó de ser un rato lleno de
olvidables discusiones a convertirse en un momento marcado por una evidencia
innegable e imborrable. Como si el cuchillo hubiese tenido voluntad propia y
estuviera deseoso de participar en el alboroto, su hoja resbaló sobre el paquete
mojado y congelado e hizo un profundo corte en la porción carnosa ubicada entre el
índice y el pulgar izquierdo de Eve.
El cuchillo cayó con estrépito al fregadero y, con un gemido, Eve se agarró la
mano. Unas gotas de sangre aguada salpicaron la encimera. Al momento, Denny
estaba allí, con un paño de cocina en la mano.
—Déjame ver. —Quitó la tela empapada en sangre de la mano de Eve, que ella
tenía sujeta por la muñeca como si ya no fuese una parte de su cuerpo, sino alguna
criatura desconocida que la hubiera atacado.
—Tendremos que llevarte al hospital —dijo.
—¡No! —bramó ella—. ¡Nada de hospital!
—Necesitas que te den puntos —insistió él, mirando la herida que no paraba de
sangrar.
Ella no contestó enseguida, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. No de dolor,
sino de miedo. Les tenía mucho miedo a los médicos y los hospitales. Temía que si
entraba allí no la dejaran salir nunca más.
—Por favor —le susurró a Denny—. Por favor. Al hospital no.
Él meneó la cabeza.
—Veré si puedo cerrarla —dijo.
Zoë estaba de pie junto a mí, en silencio, con los ojos muy abiertos y un nuggets
de pollo en la mano. Ni ella ni yo sabíamos qué hacer.
—Zoë, querida —pidió Denny—. ¿Me traes los apósitos especiales para cerrar
heridas del botiquín del pasillo? Vamos a remendar a mami, ¿de acuerdo?
Zoë no se movió. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? Sabía que era la causante del
dolor de mami. Eve sangraba por su culpa.
—Zoë, por favor. —Denny estaba ayudando a Eve a ponerse de pie—. Es una
caja azul y blanca con letras rojas. Fíjate en la «eme» de «mariposa».
Zoë se fue a buscar la caja. Denny llevó a Eve al cuarto de baño. Cerró la puerta.
Oí que Eve gritaba de dolor.
Cuando Zoë regresó con la caja de vendajes, no encontró a sus padres, de modo
que la acompañé hasta la puerta del lavabo y ladré. Denny entreabrió la puerta y tomó
los vendajes.
—Gracias, Zoë. Ahora, me ocuparé de mami. Ve a jugar o a ver la tele.
Cerró la puerta.
Zoë me miró con expresión preocupada durante un instante. Quise ayudarla.
Dirigiéndome a la sala de estar, me detuve un momento y la miré. Seguía titubeando,
así que fui a buscarla. Volví a intentarlo, empujándola un poco con el morro. Esta vez
me siguió. Me senté ante el televisor y esperé a que lo encendiera, cosa que hizo. Y
nos pusimos a ver Los chicos de la puerta de al lado. Y después, Denny y Eve
aparecieron.
Nos encontraron viendo juntos la tele y parecieron aliviados. Se sentaron junto a
Zoë y se quedaron mirando, sin decir palabra. Cuando el programa terminó, Eve
pulsó el botón del mando a distancia y quitó el sonido.
—El corte no es muy grave —le dijo a Zoë—. Si aún tienes hambre, puedo
hacerte un perrito...
Zoë meneó la cabeza.
Entonces, Eve prorrumpió en sollozos. Sentada en el sofá, expuesta al mundo, se
derrumbó; pude ver la implosión de su energía.
—Lo siento mucho —lloró.
Denny le pasó el brazo por el hombro y la estrechó contra sí.
—No quiero ser así —sollozó ella—. No soy así. Lo lamento tanto. No quiero ser
mala. Yo no soy así.
Cuidado, pensé. La cebra se oculta en todas partes.
Zoë abrazó a su madre y la estrechó con fuerza, lo que hizo que ambas estallaran
en llanto, y Denny, como si fuera un helicóptero de los bomberos que quisiera apagar
un incendio echándole un balde de lágrimas, se les unió.
Me marché. No porque me pareciera que necesitaban intimidad, no. Me fui
porque sentí que habían resuelto la situación y todo estaba bien otra vez.
Además, tenía hambre.
Entré en el comedor y escudriñé el suelo en busca de restos. No había gran cosa.
Pero en la cocina encontré algo bueno. Un buñuelito. Me pareció un aperitivo
razonable, algo como para entretenerme hasta que terminaran con los abrazos y se
acordasen de darme de comer. Olfateé el nugget y retrocedí, asqueado. ¡Estaba malo!
Volví a husmear. Rancio. Hediondo. ¡Lleno de enfermedades! Esos nuggets habían
pasado demasiado tiempo en el congelador, o fuera de él. O ambas cosas, concluí,
pues sabía qué poca atención les prestan las personas a sus alimentos. No cabía duda
de que aquel buñuelito —y probablemente todos los del plato— estaba pasado.
Lo sentí por Zoë. Hubiese bastado con que dijera que los nuggets no sabían bien y
nada de esto habría ocurrido. Pero, supuse, Eve habría encontrado alguna otra forma
de lastimarse. Lo necesitaban. Ese momento. Era importante para ellos como familia,
y yo lo comprendía.
En las carreras, dicen que tu coche va a donde van tus ojos. El conductor que no
puede despegar sus ojos del muro hacia el que se precipita se estrellará contra él; el que mira la pista cuando siente que las ruedas pierden adherencia, recuperará el
control del vehículo.
Tu coche va a donde van tus ojos. Es otra manera de decir que tienes ante ti lo
que preguntas.
Sé que es verdad. Las carreras no mienten.
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El arte de conducir bajo la lluvia
De TodoEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...