Cuando Denny se marchó a la semana siguiente, fuimos a casa de los padres de Eve
para que cuidaran de nosotros. Eve tenía la mano vendada, lo que me indicaba que el
corte era peor de lo que decía. Pero no por eso reducía su actividad.
Maxwell y Trish, los Gemelos, vivían en una casa muy lujosa, en un gran terreno
boscoso en la isla Mercer, que gozaba de una asombrosa vista del lago Washington y
de Seattle. Y, aunque vivían en un lugar tan hermoso, eran dos de las personas menos
felices que yo conocía. Nada era lo bastante bueno para ellos. Siempre se quejaban y
proclamaban que las cosas podrían ser mejores y no entendían por qué eran tan
malas. En cuanto llegamos, se pusieron a criticar a Denny: «No pasa bastante tiempo
con Zoë». «No te cuida». «Su perro necesita un baño». ¡Como si mi higiene tuviese
algo que ver!
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Maxwell.
Estaban en la cocina. Trish preparaba la cena, algún plato que, inevitablemente,
Zoë detestaría. Era una cálida tarde de primavera, así que los Gemelos llevaban polos
y pantalones deportivos. Maxwell y Trish bebían manhattans con cerezas Eve, una
copa de vino. Había rechazado una píldora para el dolor que le ofrecieron. Era una de
las que le dieron a Maxwell cuando se operó de hernia unos meses antes.
—Me voy a poner en forma —dijo Eve—. Me siento gorda.
—Pero estás muy delgada —dijo Trish.
—Puedes sentirte gorda aunque estés flaca. Siento que no estoy en forma.
—Ah.
—Lo que pregunto es qué vas a hacer con Denny —dijo Maxwell.
—¿Tengo que hacer algo con Denny? —preguntó Eve.
—¿Si debes hacer algo? ¿Aporta algo a la familia? ¡La única que gana dinero eres
tú!
—Es mi marido y es el padre de Zoë, y lo amo. ¿Qué más tiene que aportar?
Maxwell bufó y dio un golpe en la encimera. Di un respingo.
—Asustas al perro —señaló Trish. Rara vez me llamaba por mi nombre. Dicen
que así se hace en los campos de prisioneros de guerra. Despersonalización.
—Sólo me siento frustrado —dijo Maxwell—. Quiero lo mejor para mis chicas.
Siempre que vienes aquí es porque él se ha ido a correr. No es bueno para ti.
—Esta temporada es verdaderamente importante para su carrera —replicó Eve,
procurando mantener la calma—. Me gustaría ayudarlo más, pero hago lo que puedo,
y él lo aprecia. Lo que no necesito es que vosotros la toméis conmigo por ello.
—Lo siento. —Maxwell habló alzando las manos para indicar que se daba por
vencido—. Lo siento. Sólo quiero lo mejor para ti.
—Ya lo sé, papi —dijo Eve, dándole un beso en la mejilla—. Yo también quiero lo mejor para mí.
Tomó su copa de vino y salió. Yo me quedé. Maxwell fue a la nevera y sacó un
frasco de los pimientos picantes que le gustaban. Se pasaba el día comiendo
pimientos. Abrió el frasco, metió los dedos, extrajo un largo pimiento y le hincó el
diente.
—¿Has visto qué débil está? —preguntó Trish—. Parece un galgo. Pero se siente
gorda.
Él meneó la cabeza.
—Mi hija con un mecánico... No, un mecánico no. Un técnico de atención al
cliente —dijo, sarcástico—. ¿En qué nos equivocamos?
—Siempre hizo lo que quiso —dijo Trish.
—Pero al menos lo que quería tenía sentido. Por Dios, si tiene un doctorado en
historia del arte. Y acaba casada con ése.
—El perro te está mirando —dijo Trish al cabo de un momento—. Quizás quiere
un pimiento.
La expresión de Maxwell cambió.
—¿Quieres algo bueno, chico? —Me miró, tendiéndome un pimiento.
Yo no lo miraba por eso. Lo miraba para entender mejor el sentido de sus
palabras. Pero estaba hambriento, así que olfateé el pimiento.
—Son buenos —me instó—. Importados de Italia.
Tomé el pimiento y enseguida sentí un escozor en la lengua. Lo mordí y un
líquido ardiente me llenó la boca. Me lo tragué deprisa para evitar la incomodidad
que me producía. Sin duda, el ácido de mi estómago, pensé, anularía el del pimiento.
Pero fue entonces cuando comenzó el verdadero dolor. Sentí como si me hubiesen
desollado la garganta. El estómago se me revolvió. Salí de la cocina, de la casa. Una
vez fuera, tomé agua de mi cuenco, pero no sirvió de mucho. Me fui a un arbusto
cercano y me quedé tumbado a la sombra, esperando a que se me fuera el ardor.
Cuando Trish y Maxwell me sacaron esa noche —Zoë y Eve ya dormían—, se
quedaron en el porche trasero repitiendo su estúpido mantra:
—¡Busca, chico! ¡Busca!
Aún no me sentía del todo bien, y me alejé un poco más de lo que acostumbraba
antes de acuclillarme a cagar. Una vez que lo hice, vi que mis excrementos eran flojos
y acuosos, y cuando los husmeé noté que olían particularmente mal. Me di cuenta de
que ya estaba a salvo y que lo peor había pasado. Pero desde esa ocasión, me cuido
de los alimentos que me puedan caer mal y nunca he vuelto a aceptar comida de
alguien en quien no confíe plenamente.
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El arte de conducir bajo la lluvia
AléatoireEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...