En febrero, en el negro corazón del invierno, fuimos de viaje a un lugar situado en el
centro y un poco al norte del estado de Washington, una región llamada valle de
Methow. Para los estadounidenses es importante celebrar los cumpleaños de los
presidentes más destacados, así que, a causa de un cumpleaños de ésos, todas las
escuelas cerraron durante una semana. Denny, Zoë y yo fuimos a celebrarlo a una
cabaña en las montañas nevadas. La cabaña era de un pariente de Eve que yo no
conocía. Hacía frío, demasiado para mi gusto, aunque algunas tardes disfrutaba
corriendo por la nieve. Prefería quedarme echado junto a la caldera del sótano y que
los demás se ejercitaran, esquiando, caminando con raquetas para la nieve y todas
esas cosas. Ni Eve, demasiado débil como para viajar, ni sus padres estaban allí. Pero
había mucha gente, casi todos parientes de una u otra clase. Según oí decir a alguien,
el motivo por el cual estábamos allí era que Eve, que moriría muy pronto,
consideraba importante que Zoë se familiarizara con esas personas.
Toda esa línea de pensamiento me desagradaba. Para empezar, lo de que Eve
moriría pronto. Y para seguir, eso de que Zoë necesitaba pasar tiempo con gente que
no conocía de nada, sólo porque Eve moriría pronto. Tal vez fuesen personas
perfectamente agradables, con sus pantalones acolchados, chaquetas peludas y jerséis
que olían a sudor. No lo sé. Pero me preguntaba por qué habían tenido que esperar a
que Eve enfermara para darse a conocer.
Había muchos, y yo no tenía ni idea de cuáles eran sus vínculos familiares. Por lo
que entendí, todos eran primos, pero había ciertas brechas generacionales que me
desconcertaban. Algunos de ellos no tenían padres, otros, sólo tíos y tías, mientras
que otros quizá hayan sido sólo amigos, no parientes. Zoë y Denny se hacían
compañía casi siempre uno al otro, aunque participaban en algunas actividades
colectivas, como cabalgadas por la nieve, excursiones en trineo y marchas con
raquetas en los pies. Las comidas en grupo eran alegres, y aunque yo estaba decidido
a mantenerme distante, uno de los primos siempre me daba algún bocado de su plato.
Y nunca nadie me echaba de una patada de debajo de la gran mesa, donde me metía a
la hora de la cena, violando así mi código personal. En la casa reinaba cierto
ambiente de permisividad. Los niños se quedaban despiertos hasta tarde, y los
adultos, como perros, dormían a cualquier hora del día. ¿Por qué no iba a
beneficiarme yo de tanta licencia?
Aunque me sentía al margen, cada noche ocurría alguna cosa de la que disfrutaba
mucho. Fuera de la casa, que tenía muchas habitaciones idénticas, con muchas camas
idénticas, para alojar a la multitud, había un patio de baldosas con un gran hogar de
leña a cielo abierto. Al parecer, se utilizaba para cocinar fuera durante el verano. Las
baldosas no me gustaban. Eran frías y estaban cubiertas de granos de sal, que me hacían daño cuando se me metían entre los dedos. Pero amaba el hogar. ¡Fuego!
Después de la cena, ardía, chisporroteando y dando calor. Y todos se reunían en torno
a él, arrebujados en sus gruesas chaquetas, y uno tenía una guitarra y guantes sin
dedos, y la tocaba y los demás cantaban. Helaba, pero yo tenía mi lugar, bien pegado
al fuego. ¡Y qué estrellas veíamos! Miles de millones, porque las noches eran muy
oscuras. De cuando en cuando, se oía el crujido de una rama sobrecargada de nieve.
También el ladrido de mis parientes, los coyotes, que se llamaban unos a otros para
salir de cacería. Y cuando el frío se volvía más intenso que el calor de las llamas
regresábamos a la casa, cada uno a su habitación, con pieles y chaquetas impregnadas
de olor a humo, resina y malvaviscos asados.
Fue en una de esas veladas en torno al fuego cuando noté por primera vez que
Denny tenía una admiradora. Era joven, hermana de alguien, y, al parecer, Denny la
había conocido hacía años, en algún día de Acción de Gracias o de Pascuas, pues lo
primero que les comentó a ella y a los demás es cuánto había crecido desde la última
vez que la vio. Se trataba de una adolescente, con pechos completamente
desarrollados para amamantar y caderas lo suficientemente anchas como para dar a
luz, de modo que era, a todos los fines prácticos, una adulta. Pero aún se comportaba
como una niña, pidiendo permiso para todo.
Esta niña-casi-mujer se llamaba Annika, y era muy astuta y siempre sabía cómo
tomar posiciones y administrar sus movimientos de modo que pudiera forzar
encuentros con Denny. Se sentaba junto a él en torno al fuego. Se sentaba frente a él
en las comidas. Siempre se las apañaba para estar en el asiento trasero del vehículo
utilitario de alguno de los presentes si Denny iba allí. Reía demasiado ante cualquier
cosa que él dijera. Se quedaba mirándole el cabello cuando él se quitaba la sudada
gorra de esquí. Afirmaba sentir la mayor de las admiraciones por sus manos. Adoraba
a Zoë. Se conmovía ante cualquier mención a Eve. Denny ignoraba sus maniobras.
No sé si lo hacía adrede o no, pero actuaba como si no las notara en absoluto.
¿Qué sería Aquiles sin su tendón? ¿Qué sería Sansón sin su Dalila? ¿Y Edipo sin
su complejo? Como no puedo hablar, he estudiado el arte de la retórica sin que el ego
ni el interés empañaran mis juicios, así que conozco las respuestas a esas preguntas.
El verdadero héroe es imperfecto. Campeón no es el que triunfa, sino quien sabe
sortear obstáculos, preferiblemente de su propia autoría, para hacerlo. Un héroe
perfecto no es interesante ni para el público ni para el universo, que, al fin y al cabo,
se basa en el conflicto y la oposición, la fuerza irresistible contra el objeto
inamovible. Y es por eso por lo que Michael Schumacher, claramente uno de los más
talentosos pilotos de Fórmula 1 de todos los tiempos, ganador de más campeonatos y
más clasificaciones que cualquier otro corredor, a menudo queda fuera de la lista de
los preferidos por los aficionados. En cambio Ayrton Senna, aunque recurre a los
mismos ardides y tácticas de Schumacher, lo hace con un guiño. Por eso dicen que es carismático y emotivo, a diferencia de Schumacher, a quien califican de distante e
indiferente. Schumacher es perfecto. Tiene el mejor coche, el equipo con más avales
financieros, los mejores neumáticos, la mayor habilidad. ¿Quién va a regocijarse por
sus triunfos? El sol sale todos los días. ¿Cómo vamos a admirarlo? En cambio, si
encierras el sol en una caja y cada día se ve forzado a derrotar a la adversidad para
salir... ¡en ese caso sí que lo vitorearé! Sí, a menudo he disfrutado de un bonito
amanecer. Pero nunca se me ocurrió que el sol sea un campeón porque sale. Así es. Si
yo contara la historia de Denny, que es un campeón, sin incluir sus errores y fallos,
sería injusto para todos los involucrados.
A medida que se acercaba el fin de semana, el informe meteorológico de la radio
cambió y Denny se puso muy tenso. Ya casi llegaba el momento de regresar a Seattle
y él quería marcharse, subir a la carretera y conducir cinco horas por los pasos de
montaña para llegar a casa, al otro lado. Allí, aunque también reinarían el frío y la
oscuridad, no habría, era de esperar, dos metros de nieve ni temperaturas por debajo
del punto de congelación. Debía regresar al trabajo, dijo. Y Zoë necesitaba tiempo
para adaptarse al horario escolar. Y...
Y Annika también necesitaba volver. Estudiaba en la academia Holy Name y
debía regresar para hablar con sus compañeros acerca de un proyecto sobre
crecimiento sostenible en que estaban trabajando. Habló del asunto como si fuese
urgente, aunque sólo después de enterarse de que Denny volvería antes que los demás
primos. Sólo después de caer en la cuenta de que, si hacía coincidir su necesidad de
regresar con la de Denny, ello le permitiría pasar cinco horas con él en el coche.
Cinco horas para mirar sus manos en el volante. Cinco horas para mirar su cabello
alborotado por el gorro, de inhalar sus embriagadoras feromonas.
Llegó el día de nuestra partida. La tormenta había comenzado. Una glacial lluvia
azotaba las ventanas de la cabaña. Denny estuvo inquieto toda la mañana. La radio
anunciaba que el paso Stevens se cerraría por la tormenta. Por el paso Snoqualmie se
podía cruzar si se ponían cadenas en las ruedas.
—¡Quédate! ¡Quédate!
Eso decían los opacos primos. Yo los detestaba a todos. Tenían un olor rancio.
Incluso después de ducharse se ponían los mismos jerséis, sin lavarlos, y su agrio olor
regresaba a ellos como un bumerán.
Almorzamos deprisa antes de marcharnos. Nos detuvimos en una gasolinera a
comprar cadenas para las ruedas. Fue un viaje espantoso. La lluvia se congelaba
sobre el cristal antes de que los limpiaparabrisas llegaran a quitarla, y tras avanzar
trabajosamente unos pocos kilómetros, Denny se veía obligado a detenerse para
quitar el hielo con las manos. Fue un viaje peligroso y no me gustó nada. Yo iba atrás
con Zoë. Annika iba en el asiento del acompañante. Vi que las manos de Denny se
crispaban sobre el volante. En una carrera, las manos deben mantenerse relajadas, y las de Denny siempre se ven así en los vídeos que trae a casa. Flexiona
reiteradamente los dedos para recordarse que debe tenerlos flojos. Pero durante ese
aterrador recorrido desde el río Columbia, Denny nunca aflojó su presa.
Yo sufría por Zoë, quien estaba claramente asustada. En los coches, el
movimiento se siente más en la parte trasera que en la delantera, de modo que ella y
yo percibíamos muy claramente las sensaciones de resbalones y patinazos que
provoca el hielo. Al pensar en el miedo de Zoë, me dejé arrastrar a un estado de
inquietud. De pronto, no sé cómo, me encontré sumido en el pánico. Me lancé contra
las ventanillas. Traté de pasarme al asiento delantero, lo que tuvo el efecto contrario
al que buscaba. Impaciente, Denny bramó:
—Zoë, por favor, mantén quieto a Enzo.
Ella me agarró del pescuezo y me estrechó con fuerza. Me quedé pegado a la
niña, que me cantaba al oído. Era una canción que recordaba del pasado: «Hola,
pequeño Enzo, me alegro de verte...». Aprendió esa canción al poco tiempo de entrar
en preescolar. Ella y Eve solían cantarla juntas. Me relajé y dejé que me acunara.
«Hola, pequeño Enzo, me alegro de verte...».
Me gustaría poder contar que, como soy amo de mi destino, yo forcé toda la
situación, que me hice el loco para que Zoë se viese obligada a tranquilizarme,
distrayéndose así de su propia aflicción. Pero lo cierto es que debo admitir que me
alegré de que me tuviera en brazos. Tenía mucho miedo y agradecí el cuidado que me
brindaba.
La hilera de automóviles avanzaba en forma lenta pero segura. Muchos se habían
detenido en el arcén a esperar a que pasase la tormenta. Pero, por la radio, el parte
meteorológico decía que aguardar no era buena idea, pues el cielo estaba nublado y se
esperaba que un frente cálido transformara el hielo en lluvia de un momento a otro.
Cuando llegamos a la entrada a la carretera 2, anunciaron por la radio que el paso
Blewett estaba cerrado debido al vuelco de un tractor. Tendríamos que coger un gran
desvío y dar un gran rodeo para tomar la interestatal 90 cerca de George Washington.
Denny suponía que como la 90 es más importante que la 2 viajaríamos más deprisa,
pero se equivocaba. Había comenzado a llover y torrentes de agua caían sobre el
asfalto. Aun así, seguimos viaje, pues tampoco podíamos hacer nada mejor.
Tras siete agotadoras horas de viaje y cuando aún habrían faltado dos para llegar a
Seattle, si el clima hubiese sido bueno, Denny le dijo a Annika que llamase a sus
padres por su móvil para pedirles que nos consiguieran un sitio donde alojarnos cerca
de Cle Elum. Pero al poco rato llamaron para decir que, debido a la tormenta, todos
los moteles estaban llenos. Nos detuvimos en McDonald’s y Denny compró comida.
A mí me tocaron buñuelitos de pollo. Seguimos camino a Easton.
En Easton, donde había nieve amontonada y muchos automóviles parados a uno y
otro lado de la autopista, Denny detuvo el suyo y salió a la glacial lluvia. Echado en el asfalto, instaló las cadenas de los neumáticos, lo que le llevó media hora. Cuando
regresó al coche estaba mojado y temblaba.
—¡Pobrecito! —Annika le frotó los hombros para calentárselos.
—Pronto cerrarán el paso —comentó Denny—. Me lo ha dicho un camionero que
lo oyó por la radio.
—¿No podemos esperar aquí? —dijo Annika.
—Se esperan inundaciones. Si no llegamos al paso esta noche podemos
quedarnos aislados aquí.
El tiempo era atroz, horrible, todo hielo, nieve y lluvia glacial, pero seguimos
adelante. Nuestro viejo y pequeño BMW subía resoplando, hasta que, al llegar a la
cima, donde están los telesillas de esquí, todo cambió. No había nieve ni hielo. Sólo
lluvia. ¡Nos alegramos de que lloviera!
Al poco rato, Denny detuvo el coche para quitar las cadenas, lo que le llevó otra
media hora, durante la que se volvió a empapar. Luego, emprendimos el descenso.
Los limpiaparabrisas iban tan deprisa como era posible, lo que no servía de mucho.
Se veía muy poco. Denny se aferraba al volante y escudriñaba la oscuridad. Como
pudimos, llegamos a North Bend, después a Issaqua y, por fin, cruzamos el puente del
lago Washington. Cuando Annika telefoneó a sus padres para avisarles de que
habíamos llegado a Seattle, era casi medianoche. El trayecto, normalmente de cinco
horas, nos había llevado más de diez. Los padres de Annika se sintieron aliviados. Le
contaron, y ella nos lo transmitió a nosotros, que en las noticias informaron de
inundaciones repentinas que provocaron un desprendimiento de rocas que cerró el
paso al oeste de la interestatal.
—Creo que nos hemos librado por poco —dijo Denny—. Gracias a Dios.
Cuidado con el destino, me dije. Puede ser una mala perra.
—No, no —dijo Annika, hablándole al teléfono—. Me quedo con Denny. Está
demasiado exhausto como para seguir conduciendo, y Zoë duerme; tiene que meterla
en la cama. Denny dice que no tiene ningún problema en llevarme a casa por la
mañana.
Esto hizo que Denny se volviera y la mirara con expresión interrogativa,
preguntándose si habría dicho algo parecido a eso. Yo bien sabía que no. Annika
sonrió y le guiñó un ojo. Se despidió y metió el teléfono en su bolso.
—Ya casi llegamos —dijo, mirando frente a sí. La excitación le cortaba el aliento.
Nunca sabré por qué él no reaccionó en ese momento. Por qué no tomó la salida a
Edmond, donde vivía la familia de Annika, y la llevó allí. Por qué no dijo nada.
Quizá, en algún nivel, necesitara conectarse con alguien para recordar la pasión que
él y Eve habían compartido. Quizá.
Una vez en la casa, Denny llevó a Zoë a su dormitorio y la acostó. Encendió la
tele y vimos cómo las autoridades cerraban el paso Snoqualmie, por unos pocos días, predijeron esperanzados, aunque lo más probable era que fuese durante una semana o
más. Denny fue al cuarto de baño y se quitó la ropa mojada. Regresó ataviado con un
pantalón de chándal y una camiseta vieja. Sacó una cerveza del refrigerador y la
abrió.
—¿Puedo darme una ducha? —preguntó Annika.
Denny pareció sobresaltarse. Con tantos actos de heroísmo, casi se había olvidado
de ella.
Le mostró dónde estaban las toallas, le dijo cómo se controlaba la temperatura de
la ducha, y cerró la puerta.
Buscó las almohadas, sábanas y mantas adicionales e hizo la cama de huéspedes
de la sala de estar para Annika. Cuando terminó, fue a su dormitorio y se sentó a los
pies de la cama.
—Estoy frito. —Fue lo último que dijo antes de dejarse caer de espaldas. Allí se
quedó, con las manos sobre el pecho, los pies aún sobre el suelo, las rodillas colgando
fuera de la cama y el resto del cuerpo tumbado. Dormía, aunque las luces de la
habitación seguían encendidas. Yo me eché en el suelo a la vera de la cama y también
me dormí.
Abrí los ojos y la vi de pie junto a él. Tenía el cabello mojado y se había puesto el
albornoz de baño de Denny. Lo vio dormir durante varios minutos; yo la miraba a
ella. Era un comportamiento extraño. Inquietante. No me gustaba. Se abrió el
albornoz, descubriendo una franja de piel pálida y un radiante dibujo tatuado en su
ombligo. No dijo nada. Con un encogimiento de hombros, hizo que el albornoz se le
bajara y se quedó desnuda. Los pezones marrones de sus grandes pechos apuntaban a
Denny, que seguía inconsciente. Dormido.
Ella se inclinó y le metió sus manitas por la parte trasera del pantalón de chándal.
Se lo bajó hasta las rodillas.
—No —susurró él sin abrir los ojos.
Había conducido durante diez horas bajo la nieve, el hielo y la lluvia. No le
quedaban energías para rechazar el ataque.
Ella le bajó los pantalones hasta los tobillos. Le levantó primero un pie, después
otro, para quitárselos del todo. Me miró.
—Fuera —dijo.
No me marché. Estaba demasiado enfadado. Pero tampoco ataqué. Algo me
contenía. La cebra no deja de bailar.
Apartó la mirada de mí y volvió a concentrarse en Denny.
—No —dijo él, adormilado.
—Calla. —Ella quería tranquilizarlo—. Todo va bien.
Tengo fe. Siempre tendré fe en Denny. De modo que tengo que creer que ella hizo
lo que hizo sin su consentimiento. Él no tuvo nada que ver con ello. Era prisionero de su cuerpo, que no tenía más energías, y ella aprovechó la circunstancia.
Así y todo, yo ya no podía quedarme mirando. Había tenido la oportunidad de
evitar que el demonio destruyera los juguetes de Zoë y no lo hice. No podía fallar en
esta nueva prueba. Ladré fuerte, agresivamente. Gruñí. Di cabezazos y Denny
despertó de pronto. Sus ojos se abrieron y, cuando vio a la muchacha desnuda, se
apartó de un salto.
—¿Qué es esto? —gritó.
Seguí ladrando. El demonio seguía en el cuarto.
—¡Enzo! —dijo Denny—. ¡Basta!
Dejé de ladrar, pero seguí mirándola, no fuera a atacarlo otra vez.
—¿Dónde están mis pantalones? —preguntó Denny, frenético, incorporándose en
la cama—. ¿Qué estabas haciendo?
—¡Te amo tanto! —declaró ella.
—¡Estoy casado!
—Vamos, aún no estábamos haciendo nada —dijo ella.
Se subió a la cama y le tendió los brazos, así que volví a ladrar.
—Echa al perro —pidió ella.
—¡Annika, basta!
Denny le sujetó las muñecas y ella se debatió, juguetona.
—¡Basta! —Tras gritar, se bajó de la cama de un salto, recogió sus pantalones del
suelo y se los puso a toda prisa.
—Creí que te gustaba —dijo Annika en tono repentinamente sombrío.
—Annika...
—Creí que me deseabas.
—Annika, ponte esto —dijo él, tendiéndole el albornoz—. No puedo hablar con
una chica de quince años desnuda. No es legal. No tendrías que estar aquí. Te llevo a
tu casa.
Ella se tapó con el albornoz.
—Pero Denny...
—Annika, por favor, ponte el albornoz.
Denny tiró del cordel de sus pantalones de chándal para ceñírselos.
—Annika, esto no está ocurriendo. Esto no debe ocurrir. No sé qué te hizo
suponer...
—¡Tú! —contestó ella y se echó a llorar—. Flirteaste conmigo toda la semana.
Me provocaste. Me besaste.
—Te besé en la mejilla —dijo Denny—. Es normal que los parientes se den besos
en la cara. Se llama afecto, no amor.
—¡Pero te amo! —Ahora había aullado, más que gritado. Y entonces se embarcó
en un decidido ataque de llanto, con los ojos muy cerrados y la boca torcida—. ¡Te amo! —repetía una y otra vez—. ¡Te amo!
Denny estaba atrapado. Quería consolarla, pero, cada vez que se le acercaba, ella
bajaba las manos, con las que sostenía el arrugado albornoz contra su cuerpo, dejando
a la vista sus inmensos pechos, que oscilaban al ritmo de sus sollozos. Y Denny se
veía obligado a retirarse. Eso ocurrió varias veces. Annika parecía un juguete con un
mecanismo sorpresa, uno de esos monos con platillos o algo así. Él se acercaba a
consolarla, ella bajaba los brazos, sus pechos asomaban, él retrocedía. Sentí que era
testigo de la puesta en escena de una primitiva foto pornográfica, de las que se veían
a través de un visor en el que se depositaba una moneda. Vi algo así en una película
llamada El doble, y mostraba a un oso que copulaba con una muchacha en un
columpio.
Al fin, Denny tuvo que ponerse firme.
—Saldré de la habitación. Tú te pondrás el albornoz y te adecentarás
rápidamente. Cuando estés lista, ven a la sala de estar y podemos hablar del asunto.
Le dio la espalda y salió. Lo acompañé. Esperamos. Y esperamos. Y seguimos
esperando.
Finalmente, salió enfundada en el albornoz y con los ojos hinchados por el llanto.
No dijo nada, sino que fue directamente al baño. Al cabo de un momento emergió,
vestida.
—Te llevo a tu casa —dijo Denny.
—He llamado a mi padre —dijo Annika—. Desde el dormitorio.
Denny se quedó paralizado. De pronto, la aprensión inundó el aire.
—¿Qué le has dicho? —preguntó.
Ella lo miró largo rato antes de responder. Si lo que quería era ponerlo nervioso,
lo logró.
—Le he dicho que venga a buscarme —dijo—. La cama me resulta muy
incómoda.
—Muy bien —suspiró Denny—. Buena idea.
Ella no respondió. Le seguía clavando la mirada.
—Si te di una impresión equivocada, lo lamento —dijo Denny, desviando los ojos
—. Eres una mujer muy atractiva, pero estoy casado, además de que eres muy joven.
Simplemente, no es posible esta...
Se interrumpió. Palabras que no se dicen.
—Relación —dijo ella con firmeza.
—Situación —susurró él.
Ella tomó su bolso y su chaqueta y salió al vestíbulo. Los tres vimos las luces del
coche que se acercaba. Annika abrió la puerta y bajó a la calle. Denny y yo miramos
desde la puerta cómo echaba sus cosas a la parte posterior del Mercedes antes de
sentarse en el lugar del acompañante. Su padre, en pijama, nos saludó con la mano antes de marcharse.
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El arte de conducir bajo la lluvia
RandomEnzo sabe que no es como los demás perros. Él es un pensador de alma casi humana. A través de los pensamientos de Enzo, que en la víspera de su muerte hace balance de su vida y rememora todo lo que han pasado él y sus amos, se desarrolla una histori...