Capítulo 8.

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ESTOY SENTADA EN el escritorio de Bailey con San Antonio: Patrón de las cosas

perdidas.

Este no es su sitio. Su sitio está en la repisa de la chimenea, delante de La Media

Madre, donde siempre lo he guardado, pero Bailey debió de moverlo y no sé por

qué. Lo encontré metido detrás del ordenador, delante de un viejo dibujo suyo que

está clavado con chinchetas en la pared: el que hizo el día que Abu nos dijo que

nuestra madre era exploradora (en plan Cristóbal Colón).

He corrido las cortinas y, aunque quiero hacerlo, no me permitiré el asomarme por

la ventana para ver si Toby está bajo el ciruelo. Tampoco me permitiré imaginar sus

labios perdidos y medio salvajes sobre los míos. No. Me permito imaginar iglús,

bonitos y frígidos iglús árticos. Le he prometido a Bailey que jamás volverá a suceder

nada como lo que sucedió aquella noche.

Es el primer día de las vacaciones de verano y toda la gente del colegio está en el

río. Acabo de recibir una llamada de Sarah, borracha, informándome de que se

supone que de un momento a otro se van a presentar en Flying Man's no uno, ni dos,

sino tres increíblemente alucinantes Fontaines, que van a tocar fuera, que acaba de

enterarse de que los dos Fontaines mayores tienen un grupo de lo más alucinante en

L.A., donde van a la universidad, y que será mejor que mueva el culo para asistir a

esa maravilla. Le dije que me quedaba y que se deleitara en su maravilla Fontainesa

por mí, cosa que resucitó la espina de ayer:

—No estarás con Toby, ¿verdad, Lennie?

Buf.

Miro a mi clarinete, abandonado en su estuche sobre la silla de tocar. Está en un

ataúd, pienso, después enseguida intento dispensarlo. Me acerco, quito el cierre a la

tapa. Nunca se planteó la cuestión de qué instrumento iba a tocar. Cuando todas las

demás chicas echaron a correr hacia las flautas, en la clase de música de quinto, yo

fui directa al clarinete. Me recordaba a mí.

Meto la mano en el bolsillo donde guardo la gamuza y las lengüetas y rebusco

intentando encontrar el papel doblado. No sé porque lo he guardado (¡durante más

de un año!), ni por qué aquella tarde lo saqué de la basura, después de que Bailey lo

tirara con un despreocupado «Vaya, hombre, supongo que a esta familia no le

quedará más remedio que seguir aguantándome», antes de lanzarse en brazos de

Toby como si aquello no significara nada para ella.

Pero yo sabía que significaba algo. ¿Cómo no iba a significar? Se trataba de

Juilliard.

Sin leerla por última vez, arrugo la carta de rechazo de Bailey para formar una

pelota, la tiro al cubo de la basura y me vuelvo a sentar en su escritorio.

El cielo está en cualquier lugarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora