EL SOLDADO Y LA BRUJA

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La anciana tensó la cuerda alrededor de la garganta del soldado Demaciano. Había intentado hablar, algo que estaba prohibido por las reglas que ella misma había impuesto. Una infracción más y tendría el derecho de rebanarle la cabeza y usar su puntiagudo casco como orinal. Hasta entonces, solo podía tensar el agarre, esperar y mirar mientras los zarcillos de memoria pasaban de la cabeza de él hacia la de ella.

Por supuesto, podía simplemente decapitarlo cuando quisiera, pero eso no sería apropiado. Podían decir lo que quisieran de la vidente de piel gris, excepto que no seguía un código. Un conjunto de reglas. Y sin reglas, ¿en dónde estaría el mundo? Sumergido en el caos, ahí estaría. Tan simple como eso.

Hasta que él rompiera esas reglas, ella se sentaría ahí, extrayendo todo lo que él tenía, su alegría, sus memorias, su identidad, hasta acabar con él. Y después: decapitar. Y un orinal.

Una voz gritó de dolor en algún lugar cercano a la entrada de la cueva. Uno de sus centinelas, sin duda.

Después otro grito.

Y otro.

La noche prometía volverse muy interesante.

Podía percibir que era un tipo firme por el persistente golpe de sus pesadas botas sobre el suelo mojado de la cueva, anunciando cómo lentamente se aproximaba. Cuando los pasos reverberantes por fin quedaron en silencio, un apuesto hombre de hombros anchos la miró desde el otro lado de la caverna, con una severa mirada de determinación en el rostro iluminada por las antorchas tenues de la guarida. Riachuelos de sangre escurrían de su peto. Incluso desde el fondo de la habitación, podía oler algo amargo en su armadura, algún tipo de olor ácido que traía calma de una forma desagradable a la magia fluyendo por sus venas.

Definitivamente sería una noche interesante.

El caballero, espada en mano, ascendió por los escalones de piedra al improvisado trono tallado en roca de la anciana.

Ella sonrió, esperando a que desenvainara la espada y la blandiera gritando para arrancarle la cabeza; se llevaría una sorpresa desagradable cuando lo hiciera.

El caballero, sin embargo, guardó su espada y se sentó en el suelo.

Sin emitir palabra alguna, miró fijamente a los ojos de la anciana, manteniendo la mirada. Ni siquiera rompió la conexión para voltear en dirección al soldado atado a su lado.

¿Acaso era una estrategia para despistarla? ¿Intentaba hacerla esperar, obligarla a que hablara primero?

Seguro era eso.

Aun así, era aburrido.

''¿Sabes quién soy?'', preguntó la mujer.

''Te alimentas de las memorias de los perdidos y los abandonados. Los niños dicen que eres tan vieja como la cueva que habitas. Eres la Dama de las Piedras'', dijo él con seguridad.

''¡Ja! No es así como me llaman y lo sabes. Bruja Rocosa. Así es como me dicen. Temías que te castigara si usabas ese nombre, ¿eh? ¿Intentas halagarme?'', tosió.

''No'', contestó el hombre. ''Solo pensé que era un nombre descortés. Es de mala educación insultar a alguien en su propia casa''.

La anciana vidente se rio hasta que se dio cuenta de que no estaba bromeando.

''¿Y el tuyo?'', preguntó. ''¿Cuál es tu nombre?''

''Garen Guardia de la Corona de Demacia''.

''Estas son las reglas, Garen Guardia de la Corona de Demacia'', dijo ella. ''Viniste por tu soldado perdido. ¿Correcto?''

El hombre asintió.

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