A veces desearía no saber hablar. Ser mudo, y verme obligado a callar todas estas sensaciones que pugnan por salir. Tal vez iletrado también, así no podría escribirlas. Ah, pero no lo soy, en absoluto. Hablo a la perfección, y escribir tampoco se me da mal. Conozco lenguas comunes, lenguas muertas e incluso lenguas prohibidas, y he tenido que usarlas todas en más de una ocasión. Sigo vivo, así que tal vez merezca la pena después de todo.
Mi historia tiene un comienzo, pero a quién le importa. Fui otro niño adoptado por las calles y acogido por bolsas de oro y cuchillos oxidados. Me gustaría decir que he dejado todo aquello atrás, pero es de mal fario empezar una historia con mentiras; sin embargo, sí han habido cosas que dejé atrás. Nunca voy a poder olvidar el jardín desde el cual contemplábamos la Luna y las estrellas. Era pequeño, y francamente feo, carente de vida. No había flores ni color, y las enredaderas que trepaban por las paredes más parecían tratar de robar la poca vitalidad que aquel escenario pudiera tener. Por supuesto, a mí siempre me pareció adecuado: al parecer todos en aquel lugar éramos ladrones, incluso las malditas plantas. Me solía preguntar lo mismo de la estatua.
Era sin duda la pieza más interesante en aquel triste cuadro. Representaba una mujer, o una joven. No sabría estimar su edad, pues a veces parecía anciana y sabia, otras joven y astuta. La hiedra trepaba también por su túnica de piedra, pero daban la impresión de hacerlo por orden suya. El musgo nunca llegaba más arriba de sus brazos abiertos en actitud oratoria, uno de ellos carente de mano. Ya estaba así cuando la vi por primera vez. Los más experimentados decían que el escultor lo había hecho a propósito, que aquella mujer era, en efecto, una ladrona. La llamaban La Dama Herida, no por su mano sino por su espíritu. Según los cuentos, en vida había sido la más astuta de entre los truhanes de la Provincia, alguien que dominaba la suerte casi tan bien como la sutileza y el subterfugio. Tal suerte, sin embargo, se había truncado cuando decidió confiar en la persona equivocada. A partir de aquí se reúnen diferentes versiones. Envil, siempre pensando en romances con los que rellenar sus desafinadas melodías, hablaba de un amante disfrazado. Anne Leona imaginaba un grillete de acero, insuficiente para retener a la Dama y su cuchillo. ¿Yo? Yo creo que la estatua es vieja, y la piedra acabó por ceder. Sólo era eso: piedra.
Sin embargo, yo también hablaba con la Dama. La suerte para nosotros era —y sigue siendo— algo sagrado. Tentar a la suerte es venerarla, pero no está bien ignorarla o reírse de ella. Y la Dama era, para nosotros, una imagen de la suerte. Anne Leona rezaba ante ella, o al menos creo que rezaba. Envil le cantaba, y puedo jurar que sus notas encajaban cuando se las dedicaba a la Dama. Yo me contenía. Tenía mucho que decir, pero ella era fría y no me lo ponía fácil. Pero en mis noches de mayor debilidad, me escuchaba, y no podría negar que era de ayuda. Después, con un cuchillo o, a falta de uno, con el pulgar, acariciaba la muesca de la base. Eso era algo que sí hacíamos todos. Muchos se preguntarán por qué, pero lo cierto es que no es importante. Era un gesto rutinario, ni siquiera nos planteábamos la razón. Lo hacíamos, porque era el procedimiento correcto. Cuando escapé, también lo hice.
Antes de darme la vuelta, y mirar atrás por última vez, vi que me miraba. Me acerqué y me puse de rodillas; aquella vez sí que llevaba un cuchillo. Hice una muesca en la piedra, una muesca nueva y distinta, porque aquella era una ocasión nueva y distinta. O tal vez fue simple miedo. Miedo a que me fuera y nadie se diera cuenta. Miedo a que terminaran por olvidarme. No lo iba a permitir. Sabía que, siempre que hablaran con la dama, y se inclinasen junto a su base para acariciar la hendidura en la piedra, verían esa segunda marca. Y que pensarían en mi cada vez que lo hicieran.
Para mi infortunio, funcionó.
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Diario de un Ladrón Honrado
FantasyNo todos estamos orgullosos de lo que somos, o de en qué nos convertimos. No siempre somos dueños de nuestros actos. Dejo aquí mi testimonio, mientras trato de escapar del laberinto. Si tus tesoros han acabado en mi poder, no puedo pedirte perdón. C...