Indice

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I. El Valle de Nigg ................................................ 11
1. La aburrida vida de un niño gigante ....... 13
2. La Feria de Primavera ............................... 21
3. Las Criptas de Nigg .................................... 31
4. La Saga de la Señora de los Mil Inviernos . 43
5. Emboscada .................................................. 51
II. Los Clanes en guerra ....................................... 61
6. Mayisius ....................................................... 63
7. Leyendas ..................................................... 71
8. La valkiria y el minotauro ......................... 81
9. Mercenarios ................................................ 91
10. El asedio de Tagnolt .................................. 99
III. La Fortaleza de Tagnolt ................................... 109
11. La bestia prisionera ................................... 111
12. La batalla de Tagnolt ................................. 119
13. El Laberinto ............................................... 133
14. La gruta de las gorgonas .......................... 141
15. Siomex ........................................................ 153
16. La Señora de los Mil Inviernos ................ 171
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1 LA ABURRIDA VIDA DE UN NIÑO GIGANTE

En el Valle de Nigg el invierno duraba desde que la
primera nevada sobrevivía una noche y un día, lo que
solía suceder a mediados de noviembre. Después la nie-
ve empezaba a merodear más y más por los cielos hasta
que diciembre veía caer tanta que incluso se inundaba
el curso del Aguasbravas, al final del valle. Luego el frío
sorprendía a la crecida y un buen día el arroyo era un
sendero de hielo traicionero en el que uno podía res-
balar, y se quedaba así hasta el Día del Crujido: cuando
el sol comenzaba a aguantar en el cielo y se veía a los
primeros pájaros que volvían de sus vacaciones de invier-
no en lugares más templados, había un día que el hielo
del Aguasbravas crujía, partiéndose empujado por la
presión. Ese día los niños hundían sus dedos en el agua
helada y levantaban los inmensos trozos de hielo, que
podían pesar lo suyo, y jugaban a arrojárselos los unos
a los otros hasta que alguno de los mayores, que aguar14
daban más lejos, rascándose las barbas y soltando zapa-
tazos que hacían caer la nieve tardía de los árboles, les
gritaban que se estuviesen quietos, que se iban a hacer
daño y que aquel no era modo de comportarse.
Raligg Naggigg había visto catorce años el Día del
Crujido, pero jamás había participado en él. Lo intentó
hacía dos. Todavía era pequeño, con sus dos metros y
cuarto de altura y sus doscientos treinta kilos de peso,
pero allá fue, hasta que una astilla helada de unos trein-
ta kilos cruzó los aires desde la mano de Holigg Sigg
hasta su frente.
—¡Lárgate, piojoso, hijo del traidor! —le gritó Holigg.
Y Raligg volvió corriendo hasta la choza de su tía Rega,
con un pequeño torrente de sangre manándole desde
la frente y otros dos, más pequeños y de lágrimas,
corriéndole por las mejillas.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó su tía, soltando el
cesto de la ropa sucia, que cayó haciendo temblar los
árboles, y abrazándole con sus brazos gordos como tron-
cos de roble.
—Me ha llamado hi... me ha llamado piojoso —gimió
Raligg, moqueando, escondiendo la cara manchada de
lágrimas y sangre entre los metros y metros de tela de
la falda de su tía—. Debí contestarle, debí decirle lo que
pienso yo de su estúpida sonrisa.
—En la frente, bobo, qué te ha pasado en la frente
—aclaró ella, haciéndole retroceder, acariciándole el
pelo, apartándoselo y observando la herida, un rasguño
de apenas quince centímetros—. E hiciste bien en no
contestar a Holigg. Las palabras no pueden herir a los
Sigg, les entran por un oído y les salen por el otro, y
nuuunca harán daño en sus cabezas.
—¿Por qué? —gimoteó él.
—Porque las tienen huecas, querido. Porque las tie-
nen huecas.
En el Valle de Nigg no solo vivían gigantes, como con-
taba su tía que había sucedido antiguamente. Las ninfas
poblaban las cavernas, los huecos de los árboles y el
fondo de los arroyos, cuando el deshielo lo permitía,
los centauros iban y venían tirando de sus carromatos
de comerciantes, y de vez en cuando aventureros huma-
nos pasaban por allí, a la caza de los grifos que habita-
ban las cumbres que rodeaban el valle o en busca de
negocio con los habitantes.
Luego, además, estaban los Burócratas Grises, que
nadie sabía exactamente cuántas cosas podían ser bajo
sus capuchas descoloridas. Los había diminutos como
hadas, con mantos ligeros que arrastraban por el aire
cuando revoloteaban de aquí para allá, los había huma-
noides de todos los tamaños y hasta los había de aspec-
tos extraños, como gusanos gigantes, arañas o bestias
con cuernos retorcidos. Aunque a nadie le interesaban
los Burócratas Grises y todo el mundo tenía con ellos
el menor trato posible: ellos se encargaban del gobier-
no del valle, de la recolección de los impuestos y de las
tareas de organización, y los demás procuraban no tener 16
con ellos mucha relación. Sus voces, a veces agudas, a
veces quebradizas, a veces roncas y a veces sibilantes,
siempre eran monótonas y aburridas, y la consecuencia
de hablar con ellos era siempre la misma: uno salía con
un montón de tareas tediosas, al término de las cuales
tenía que reunirse con otro Burócrata Gris, que le enco-
mendaría otra serie de tareas mortalmente rutinarias y
farragosas, y así sucesivamente hasta obtener un ridícu-
lo papel, sellado por el Gran Burócrata, que daba per-
miso para abrir un negocio, comprar una casa, casarse
o talar un árbol.
—¿Y burócratas? —preguntó un día Raligg a su tía—.
¿Siempre ha habido Burócratas Grises en el valle?
¿Tenían forma todos de gigantes, cuando en el valle no
había gigantes?
Ella se había encogido de hombros, había sacado del
barreño descomunal que tenía a los pies una sábana del
tamaño de la vela de un navío de guerra y se había
quitado un par de pinzas de la boca antes de responder:
—Cuando yo era una niña no los había. Pero son tan
aburridos que parece que siempre han estado ahí, orga-
nizando las cosas aburridas.
—¿Y cómo llegaron entonces?
—Ay, Raligg —le reprochó su tía Rega con fastidio—.
No lo sé. A alguien debió parecerle buena idea que el
gobierno y las tareas aburridas las llevasen quienes se
dedican a ello. Así todo el mundo podría dedicarse a
hacer lo que tiene que hacer.
Raligg pensó durante un rato. 17
—¿Y cómo pudimos saber que se dedicaban a admi-
nistrarnos antes de que nos administrasen?
Su tía lo miró, parpadeó varias veces y finalmente se
encogió de hombros y tendió la sábana de una cuerda.
—Cállate y agarra el otro extremo de la sábana.
Ya habían pasado dos años del incidente con Holigg, y
Raligg era un muchacho gigante fuerte y sano, con sus
casi cuatro metros y mil trescientos kilos de músculos y
huesos duros como rocas. El último par de años había
estado ayudando a su tía a encargarse de las vacas: a los
grifos que vivían en las cumbres y a los lobos que vaga-
ban por los bosques les volvía locos la carne de ternero,
así que Raligg había tenido bastantes ocasiones para
perfeccionar su puntería, después de haber agarrado
el peñasco más cercano docenas y docenas de veces,
haber visualizado la gorda cabezota de Holigg en el
cráneo del grifo que se abalanzaba desde los cielos o
en el lomo del lobo que salía de la espesura y haber
lanzado hacia allá el proyectil con todas sus fuerzas.
Tanto los grifos como los lobos habían aprendido a dejar
en paz sus vacas y a temerle y respetarle, y pensaba
enseñar a Holigg la misma lección. Pero cuando des-
pués de incontables mañanas saliendo de la cabaña de
su tía al amanecer en busca de señales del fin del invier-
no, que este año se retrasaba, llegó su cuadragésimo
Día del Crujido, se llevó un chasco al acudir a la carre-
ra al arroyo y ver que Holigg, alejado y riéndose con un 18
ruidoso grupo de seres, no mostraba interés alguno en
unirse al resto de niños que ya comenzaban a arrancar
fragmentos de hielo. Peor para él, pensó, si no disponía
de munición. Así que caminó hasta el arroyo, arrancó
un trozo particularmente contundente de agua hela-
da, ignoró los trozos de hielo que niños más pequeños
le lanzaron con alegría y caminó hacia el grupo de
Holigg, levantando su trozo de hielo por encima de la
cabeza.
Holigg debió ver que alguien dirigía la vista a sus
espaldas y se giró para mirarle por encima del hombro.
Raligg quedó petrificado. Holigg le soltó su sonrisa
de suficiencia y resopló. Y el trozo de hielo de Raligg
resbaló entre sus manos y se partió sobre su propia cabe-
za. El grupo casi al completo estalló en carcajadas y
Raligg, con las mejillas coloradas, se alejó a toda prisa
de allí, tropezando hacia la cabaña de su tía, perseguido
por el eco de la estruendosa risa de Holigg.
Pasó el resto del día encerrado en el sótano hasta que
su tía logró hacerle salir preparando su estofado favo-
rito y paseándolo por debajo de la puerta para que el
olor se filtrase con las rendijas.
—Come algo —dijo cuando por fin abrió la puerta
— y vete a cuidar a las vacas, que se las van a comer los
grifos. Ellas no tienen la culpa de que te hayas vuelto
tonto.
—No me he vuelto tonto-- protestó19
—¿Ah no? ¿Entonces qué te pasa? ¿Por qué no estás
curioseando por el pueblo? Se ha desbloqueado el río,
y este año lo ha hecho tarde. Los comerciantes y los
cacharreros deben estar cruzándolo ya para preparar la
Feria de Primavera.
Todos los años, tras el deshielo del río, el pueblo
acogía una feria muy popular entre los comerciantes:
meses y meses de gigantes bloqueados por el hielo nece-
sitaban tantos recursos que en primavera el comercio
en el valle permitía a más de uno ganar en una semana
lo mismo que ganaría durante el resto del año.
Raligg sacudió la cabeza.
—Porque no quiero. Holigg estará allí, pavoneándo-
se, paseando con esa sonrisa suya de idiota.
Pero mentía. Holigg no le preocupaba lo más míni-
mo. Revivía la escena una y otra vez: allí estaba él, acer-
cándose a aquel mentecato con su bloque de hielo bien
agarrado, alzado sobre su cabeza, y entonces alguien
del grupo cuchicheó y señaló en su dirección, y Holigg
se giró, torpe y lento, y tras su corpachón, como la luna
saliendo de un eclipse en una noche de verano, apare-
ció la sonrisa de Dafne, la hija de la ninfa del arroyo
del molino, a la que no había visto durante todo el
invierno.
Y Dafne le había sonreído, una sonrisa indescifrable,
bella y misteriosa.
Entonces en el mundo se había hecho la oscuridad
y el resto no lograba recordarlo con claridad: el bloque
de hielo cayendo sobre su cabeza, la risa de los demás, 20
el viaje de vuelta a casa tropezando con las raíces y los
pequeños árboles.
Lo único que recordaba era la sonrisa de ella.
¿Estaría riéndose de su probablemente ridícula estam-
pa, allí con su trozo de hielo, como un crío gigante?
¿Estaría riéndose pensando que no era rival para
Holigg?
No lo sabía. Tampoco le importaba demasiado, toda-
vía. Lo único que sabía, lo único que necesitaba saber,
era que no había visto nada tan hermoso en su vida.










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⏰ Última actualización: Apr 11, 2017 ⏰

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