CAPITULO 3 LA CAÍDA DE LAS TORRES

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Se llevaron los cuerpos y dispersaron a la gente que todavía se encontraba allí. Nuestro inspector se quedó solo en el edificio derruido, se quedó inmóvil y pensativo. Al final llegó a la conclusión de que todo esto le venía grande y decidió llamar a Zaragoza para que le mandaran refuerzos y personal mejor preparado para lo que seguro estaba por llegar.

Los refuerzos tardarían un día en llegar y el inspector se quedó en el despacho hasta bien entrada la noche. Se fue a casa y se metió a la cama, aunque no pudo conciliar el sueño. Así pues, se levantó y se dirigió a la cocina a prepararse un café y esperar hasta el día siguiente.

La mañana aterrizó con un sol rojizo y el inspector se fue a esperar a los refuerzos de Zaragoza al bar próximo al cuartel. La gente le acribillaba a preguntas y nuestro inspector hacía oídos sordos pues no tenía las respuestas adecuadas ni oportunas.

Los refuerzos llegaron al fin, unas horas más tarde de lo estipulado y el inspector llevaba ya tomados unos diez cafés bien cargados. Se bajaron del coche seis personas, cuatro chicos y dos chicas, cada cual con una cara de peor humor y nada amigable. El último en salir fue el mismísimo comisario de Zaragoza en persona, un tipo rudo, bien trajeado, con un rólex de oro que dejaba ver. También se le notaba el paso del tiempo pues las arrugas de su piel estaban bien marcadas y tenía una imponente barriga de estar sentado siempre en su despacho, pues se había ganado ese derecho después de estar tanto tiempo metido en el cuerpo policial.

- Inspector Pueyo. Mucho gusto, me llamo Gabriel Gracia. Estos son mis hombres de mayor confianza y mejor cualificados para el trabajo.

-Es un honor tenerles aquí, en esta humilde localidad; ahora mismo tocada por un horror sin precedentes.

El comisario, sin ningún gesto emotivo en el rostro contestó con aire de superioridad:

-No será tan humilde cuando hay suelto en la calle tan perturbado personaje. Moverme a este, ¿pueblo? Si usted lo llama así no le corregiré, pero no vuelva a decir eso de humilde porque no me gusta que me mientan.

El comisario se retiro junto a sus seis agentes, cada cual con más aire de superioridad, hacia las habitaciones del cuartel. Nuestro inspector se quedó estupefacto por haber conocido a tan desagradable tipejo. Seguro que eso le traería consecuencias pues en el pueblo no toleraban a los forasteros con tal aire de superioridad de capital.

Cuando se terminaron de instalar se volvieron a reunir con el inspector para ver los cuerpos que yacían en el congelador de la carnicería.

-No se por qué, pero esto no me lo esperaba. Estaba claro que este "pueblo"-dijo con tono despectivo- no tendría un depósito de cadáveres en condiciones. Bueno por lo menos el carnicero no se ha aprovechado de esta carne gratuita.

Los agentes rieron de tal forma que ofendía al oído. Estaba claro que no iban a hacer amigos de esta forma.

El resto del día se dedicaron a investigar los lugares dónde se habían cometido los crímenes. Primero fueron a la ermita y, posteriormente, al edificio derruido. Cuán frustración tuvieron al no encontrar tampoco nada. El comisario estaba rojo del esfuerzo de andar.

-Putas cuestas de las narices. ¿Es que este pueblo no tiene nada bien hecho? Bueno a lo mejor las mujeres al ver estos cuerpazos de ciudad se vuelven locas y por lo menos tenemos algo de diversión alguna noche, eh ¿chicos? Ja, ja.

Los agentes rieron y las agentes se quedaron indiferentes.

Esa noche se fueron al bar al que solía ir el inspector. Las agentes se retiraron temprano junto con el comisario y los agentes aún se quedaron bastante más tiempo obligando al dueño del bar a permanecer abierto más tiempo del habitual. Bebieron y fumaron todo cuánto quisieron y de forma gratuita ya que no hacían más que amenazar al propietario.

El inspector hacía rato que se había ido a dormir bastante enfadado y decepcionado con las personas que le habían mandado para ayudarle en su investigación. Cayó rendido en la cama.

A la mañana siguiente no hubo sol, sólo unos nubarrones tan oscuros que predecían tormenta fuerte.

Nuestro inspector se levantó, se acicaló, vamos, el ritual de todas las mañanas. Se dirigió hacia el bar como todas las mañanas pero había algo diferente; el bar estaba cerrado a cal y canto por motivos de salud del dueño y de la dueña.

El móvil le empezó a sonar.

-¡Inspector Pueyo, acuda sin perder ni un segundo al castillo de esta mierda de pueblo, pero ya!

Una voz tan detestable como aquella sólo podía provenir del comisario, sólo que esta vez no tenía superioridad en el tono, sino enfado. Un enfado que no podía adivinar qué lo había producido.

Llegó al castillo, un puesto de avanzada levantado en la Edad Media constituido por dos torres de las cuales, sólo una se conservaba en pie. Lo que vio no sabía si le alegraba o le disgustaba.

Los cuatro agentes varones habían aparecido colgados de la torre que permanecía en pie, solo que de una forma algo grotesca: aparte de estar decapitados, les habían seccionado de cintura para abajo y, en lugar de las piernas, tenían una pieza de ajedrez cada uno como si fueran lo alto de las piezas en ellos colocadas. Las partes seccionadas se encontraban justo debajo de dónde pertenecían. Las cabezas, como era de suponer, no habían aparecido.

-Tendré que llevarlos al depósito para examinarlos y analizarlos bien. Agentes, descuélguenlos y llévenselos de aquí.

El forense acompañó a los agentes, y el comisario y el inspector se quedaron solos. El comisario tenía una expresión facial que era mezcla entre pesar, cólera e impotencia.

-¡¿Cómo ha podido ocurrir esto?! ¡Este pueblo es una gran mancha en el camino llena de puntos y sólo uno de estos puntos es del color de la mancha! ¡Cuando encuentre al asesino se va a enterar, le haré sufrir tanto que deseará la muerte más que pasar el resto de sus días en una celda aislada!

Escupió en el suelo y se marchó.

El inspector se fue al rato de mirar al vacío. Se estaba dirigiendo a su domicilio cuando una persona, un compañero suyo del bar cuando estaban de celebración e incluso cuando desayunaban, le dio el alto.

-Inspector, inspector. Le tengo que contar una cosa.

-Adelante Agustín, no te prives de nada.

-Verá, ayer por la noche cuando los cuatro compañeros del comisario se quedaron en el bar; parece ser que bebieron demasiado alcohol y cuando apareció la hija de los dueños del bar intentaron violarla.

-No puede ser...

-Si, si. Como se lo cuento. El caso es que el dueño no pudo resistirse y fue a defender a su hija, pero los agentes le pegaron una paliza casi de muerte y, por si fuera poco, también fueron a por su mujer y le dieron otra paliza. Los encerraron en el almacén del bar y se dispusieron a hacerle indecencias a la pobre chica cuando de repente se desplumaron en el suelo. La chica corrió a llamar a una ambulancia y se encerró en el almacén junto a sus padres. Al llegar la ambulancia, los agentes habían desaparecido.

-Muy buena información Agustín. Aunque no tendría que decir esto, y espero que quede entre nosotros, parece que esos canallas han recibido su merecido. Ahora mismo iré a hablar con el comisario y dejarle claro quién manda aquí.

El Asesino del AjedrezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora