CAPITULO 7 JAQUE AL REY

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El inspector dejó al alcalde y las dos mujeres en la oficina del ayuntamiento y salió a toda prisa en dirección a la residencia. Iría por el barrio del Pedregal, que aunque tuviera una cuesta bastante pronunciada, se podía ir directo a la residencia sin necesidad de dar demasiada vuelta.

El comisario iba hacia una trampa, de eso estaba seguro nuestro inspector. La residencia llevaba abandonada muchos años; sólo se iba a allí a buscar alguna pertenencia que hubieran extraviado los ancianos que allí habían vivido, o adolescentes colándose en el lugar por el rumor de que estaba encantada. Eso era una patraña y nuestro inspector lo sabía; muchas veces le había tocado ir a inspeccionarla porque las personas habían visto luces cuando no debería haber nadie y siempre resultaban ser los críos. Aparte de esto, sólo había algún que otro mueble y, eso sí, muchas telarañas y polvo a montones.

El inspector iba bajando la inmensa cuesta, demasiado inclinada para asegurar una carrera sin incidentes. Tropezó y se precipitó contra el pavimento; al caer, rodó y rodó hasta que llegó al final de la cuesta y se quedó inconsciente debido a todo lo que había rodado y magullado.

Dos horas después, el inspector despertó algo mareado. Le dolía todo el cuerpo y toda su ropa estaba sucia y ensangrentada debido a la caída y a las magulladuras que había sufrido. Emprendió otra vez la carrera, aunque esta vez solo tenía que ir por un camino en dirección de subida; el cual, le llevaba casi frente por frente a la puerta de la residencia.

Nuestro inspector, al final, alcanzó su destino. Llegó a la residencia y vislumbró una tenue luz en una de las ventanas de la segunda planta; qué rabia le daba, pues la ventana de dónde salía la tenue luz estaba al final del pasillo.

El inspector desenfundó su arma. Con extrema cautela abrió la puerta de entrada. La planta baja tenía solo cuatro habitaciones: una cocina, un comedor, una sala de estar y unos baños; fue fácil registrar todo porque al ser las cuatro habitaciones amplias y con poco mobiliario, era sencillo ver lo que en ellas había.

Subió las escaleras hasta la primera planta. Se dirigió por el largo y estrecho pasillo, mirando habitación por habitación y con su pistola preparada por si tuviera que disparar a lo que le saliera delante. Todo el pasillo estaba completamente oscuro, tan solo era alumbrado pos los rayos de luz de luna que se colaban por alguna ventana y aun así bastante complicado el ver con claridad.

Poco a poco se iba acercando al final; y, al llegar a la última habitación, la que estaba debajo de dónde salía la luz:

¡PLOF!

Algo cayó al suelo en la habitación de arriba, por el estruendo que había producido estaba seguro que había sido una persona, ¿pero quién?

Al bajar la vista un momento vio la sombra de un objeto en una de las esquinas del habitáculo. ¡Era el abrigo del comisario! Estaba claro que aunque el comisario fuera un hombre borde y desagradable, era un buen policía y bastante inteligente debido a que anteriormente había hecho lo que el inspector hacía ahora, registrarlo todo por si algo pudiera atentar contra su seguridad.

Empezó a oír voces provenientes del piso de arriba.

-¿Pero qué ha pasado? ¿Dónde está mi arma? ¿Y mi abrigo?

¡Era la voz del comisario! Estaba justo encima de él y por lo menos sano y salvo. Pero era extraño, el inspector creía que el abrigo lo había dejado él mismo en la habitación; lo registró y ahí estaba su pistola. Eso significaba que...

-Buenas noches, querido comisario.

¡El asesino! Así que no es que el comisario se hubiera caído ni que sus cosas las hubiera dejado él mismo allí, sino que el comisario acababa de llegar a la habitación de arriba; y el peligroso asesino lo había llevado allí.

El Asesino del AjedrezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora