Cuando Kendall y Cecilia se conocen

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—OK. Dímelo todo de nuevo, pero esta vez, más lento. Por favor—agrega sólo un segundo después.

—Tu nombre es Cecilia—repite.

—Puedes pasarte esa información, sé mi nombre, mi edad, mi dirección y todo eso.

—Yo soy Kendall, entreno cupidos.

—Por supuesto que sí. Mucho gusto, Kendall. Por cierto, tú o quien sea que haya entrenado al cupido de principios del siglo veinte, hizo un excelente trabajo. Mis abuelos están encantadísimos.

—Me alegro—responde con la misma sonrisa con la que un padre se refiere a su hijo cuando queda en la lista de honores. Con una modestia tan fingida que se palpa—. Prosiguiendo—dijo recuperando la inquietante seriedad con la que se presentó, pero manteniendo la sonrisa. Siempre manteniendo la sonrisa—: tú eres la nueva cupido.

—¡Alto ahí! Me perdí.

Cecilia llevaba aproximadamente diez minutos siguiéndole el juego al extraño chico al otro lado de la puerta simplemente porque le parecía gracioso (y por supuesto, guapo. Aunque todavía no estaba muy segura de si era más guapo que raro o más raro que guapo), cuando se fijó en el gáfete en su pecho que rezaba "Kendall Bunce, entrenador de cupidos profesional" y comenzó a cuestionarse la dedicación con la que el muchacho había planeado en su broma. No se salía del personaje. Parecía que de verdad se creía lo que estaba diciendo. Y ella tampoco quería cerrarle la puerta en las narices hasta saber qué quería exactamente. La curiosidad la consumía

—Es curiosa de nacimiento— decía su madre cada vez que entraba a un nuevo sitio en el que nadie la había invitado a pasar. Como cuando habían ido a visitar a la nueva vecina la semana pasada y después de recitar su nombre y señalar su casa, ella pasó al baño casi corriendo porque tenía ganas de hacer pipí.

Probablemente no fuera nada especial. Seguramente era de esos chicos que trabajaban ofreciendo un servicio de telefonía a domicilio o cobrando la luz. A lo mejor su padre le había obligado a conseguir empleo porque estaba harto de pagarle sus cosas y él buscaba la manera de entretenerse mientras tanto.

Sí, quizá era eso último. Y quizás su madre había olvidado pagar el recibo de nuevo (porque siempre lo hacía). Eso explicaría que supiera su nombre.

El chico giró los ojos, ya un poco cansado. Parecía impaciente. Como si estuviera explicando las cosas del modo más sencillo posible y ella tuviera una venda en los ojos.

—Mira, ya no tengo mucho tiempo—dijo después de fijarse en su reloj de mano—. Debo volver a la compañía—se frotó las sienes. Por un momento (una molécula de segundo) perdió la sonrisa y Cecilia decidió que era tiempo de dejar de jugar. De dejarlo ir. Al posible futuro padre de sus posibles futuros hijos.

—Claro. Entiendo—respondió intentando que no se escuchara la decepción en su voz.—De la compañía de luz, ¿verdad? ¿Cuánto debemos?—inquirió preguntándose dónde había dejado por última vez su cartera. Le sonaba a que la había dejado en su suéter ayer, pero no estaba del todo segura. A lo mejor su madre ya había lavado su suéter y había dejado su cartera en otro lado. A veces la dejaba en su buró de noche.

Estaba tan concentrada resolviendo su pequeño misterio que casi no se percató de la cara confundida frente a ella.

—¿De luz?—preguntó él cuando se dio cuenta de que su expresión pasó por alto.

—Sí. Anda, no te preocupes. Dime la deuda y te lo pago de en seguida. A veces a mi madre se le juntan las cosas y olvida...

—No trabajo en ninguna compañía de electricidad—la interrumpe.

Sobre el amor y sus principios elementalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora