V. Ángel negro, demonio blanco (parte I)

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Los párpados le pesaban y no quería despertar, pero la ausencia de su cuerpo caliente a su lado la hizo entrar en pánico y olvidarse de Morfeo y su mundo para encontrarse con una cálida y brillante luz entrando por la ventana de la habitación, y una larga sombra a sus pies.

Lexa había cubierto su desnudez con una bata de seda roja, parecida al color de sangre, atada débilmente a su cintura. Caminaba descalza, y las largas ondas de su cabello castaño se apoyaban sobre su hombro derecho, confiriéndole un aspecto realmente apetecible. Allí, en ese instante, Clarke no podía dejar de sentirse como si del propio Ares se tratase, admirando la belleza de Afrodita después de una noche de pasión.

Recogió las sábanas y se vistió con ellas, cruzando la distancia que las separaba, abrazando a Lexa por la espalda y apoyando la barbilla en su hombro izquierdo.

-Se ha hecho de día –dijo la chica en voz baja, disfrutando de los suaves besos que Clarke prodigaba por su mejilla de manera juguetona-. ¿Sabes lo que eso significa?

La rubia respondió con un leve gruñido, claro que sabía lo que significaba.

Había querido aprovechar su última noche de aquel particular encierro, pues después de aquella noche, lo que se avecinaba podía ser su último encuentro. Y no quería perderla tan pronto. Y quería recordar cómo sus manos recorrían su cuerpo desnudo, adorándolo; y quería recordar cómo sus labios acariciaban su piel y la marcaban a fuego; y quería recordar su voz grave, ronca y entrecortada, susurrando su nombre en medio del éxtasis. Y quería recordar sus ojos, ese verde tan precioso y exótico que se había convertido en su color favorito en el mundo. Y quería recordar su sonrisa, la mayor maravilla que había visto en su corta existencia. Y quería... quería recordar tantas cosas que temía no tener tiempo para almacenarlas todas.

-Dentro de una semana es mi cumpleaños –Clarke rompió el silencio con apenas un murmullo-. Cumplo 21. Podré utilizar mi poder en toda su magnitud. Seré un soldado de Dios de pleno derecho, como Bellamy y como tú.

-Pero también podrán matarte y no pagarán las debidas consecuencias –sentenció Lexa, tratando de sonar firme y ajena al miedo que había sentido al oír las palabras de Clarke.

-Igual que los humanos cuando alcanzan la mayoría de edad: deben ser conscientes de que la ley ya no les ampara como antes.

Sintió cómo el cuerpo de Lexa se estremecía levemente, debido a la suave carcajada que nació y murió en su garganta.

Había pasado casi dos años encerrada en aquel lugar. Casi dos años para purgar su alma y arrepentirse de los errores y horrores que cometió; casi dos años para volver a tener pleno control de sus recuerdos y el poder que le pertenecía por derecho.

Se sentía como una eternidad. Allí, sólo con la mera compañía de Clarke, se había sentido sola. Meses (años) atrás no le hubiera importado lo más mínimo, no había nadie que le fuera lo suficientemente importante como para sufrir por él. Tal vez Murphy, pero si él moría, pronto otro hubiera ocupado su lugar. Era simple comodidad. El resto del universo le era completamente indiferente.

Pero llegó ella. Y con su brillante existencia, esa luz que tenía vetada por sus naturalezas enemigas, había resultado ser tan atrayente y tan poderosa que la había obligado a rendirse y a volverse contra los suyos, rebelándose contra el mismísimo Lucifer, en una de sus tantas reencarnaciones.

Y ahora... allí estaba, ataviada con su ropa favorita, armada con el arco que había pertenecido a su madre y la espada con virutas de oro y junto a la chica que le había devuelto la cordura y las ganas de vivir.

Grey AngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora