A la marea me remito, para mirar una y otra vez
la cara de dormido que tenías al amanecer
aquella mañana de abril, junto a la ventana blanca de mi cuarto juvenil.
Te observo en el sol junto a las industrializadas hojas rebozadas en tinta negra salida de una máquina a punto de estallar, tal como nuestras almas. Almas que en un suspiro dejaron de latir intentando así morir por la distancia inacabable que nos separaba a uno del otro. Cuerpos sumergidos en números irracionales que causaban un efecto efímero en las miradas sostenidas a través del tiempo. Vetas grises en un matiz azulado sobre un lienzo imperfecto de piel anaranjada, agrietada de estrías navengando en un mar sin fin. Oleaje pudoroso frente a las palabras plantadas de aquella mujer atrevida en un campo de rosas lleno de espinas, fumigado por agrotóxicos cancerígenos que generan más anomalías de las ya tenidas al nacer.
A pesar de eso mujer, La observo. Y la seguiré observando tanto como usted lo hace conmigo: Ojos color alfombra cubiertos por cristales de autos sostenidos en rectángulos borravino símiles a una ciruela, atravesando la luz a la inversa para así ver cada detalle de mí. Cada arruga, cada vello, cada pozo, cada ojera, cada milímetro de mi ser que ni siquiera con un microscopio podría notar. Bella mujer sonriente que olvida al pasar todas las imperfecciones, porque sólo le importa lo que soy. Y eso no lo vé, lo siente. Lo aprecia y me ama.