Voy a hablar un poco de mí.
Ya sé que ésta es la historia de Sumire, no la mía.
Pero es a través de mis ojos como se presenta a un ser humano, a Sumire, y es a
través de ellos como se desgrana su historia, así que me parece hasta cierto punto
necesario explicar quién soy.
Sin embargo, cada vez que debo hablar de mí mismo me siento, en cierto modo,
confuso. Me veo atrapado por la clásica paradoja que conlleva la proposición:
«¿Quién soy?». Si se tratara de una simple cantidad de información, no habría nadie
en este mundo que pudiera aportar más datos que yo. No obstante, al hablar sobre mí,
ese yo de quien estoy hablando queda automáticamente limitado, condicionado y
empobrecido en manos de otro que soy yo mismo en tanto que narrador —víctima de
mi sistema de valores, de mi sensibilidad, de mi capacidad de observación y de otros
muchos condicionamientos reales—. En consecuencia, ¿hasta qué punto se ajusta a la
verdad el «yo» que retrato? Es algo que me inquieta terriblemente. Es más, me ha
preocupado siempre.
Sin embargo, la mayoría de las personas de este mundo no parece sentir ese
temor, esa incertidumbre. En cuanto tienen oportunidad hablan de sí mismos con una
sinceridad pasmosa. Suelen decir frases del tipo: «Yo parezco tonto de tan franco y
sincero como soy», o «Soy muy sensible y me manejo muy mal en este mundo», o
«Yo le leo el pensamiento a la gente». Pero he visto innumerables veces cómo
personas «sensibles» herían sin más los sentimientos ajenos. He visto a personas
«francas y sinceras» esgrimir sin darse cuenta las excusas que más les convenían. He
visto cómo personas que «le leían el pensamiento a la gente» eran engañadas por los
halagos más burdos. Todo ello me lleva a pensar: «¿Qué sabemos, en realidad, de
nosotros mismos?».
Cuanto más pienso en ello, más reacio soy a hablar de mí mismo (si es que
realmente hay necesidad de hacerlo). Antes prefiero conocer, en mayor o menor
medida, hechos objetivos sobre existencias ajenas. Y, basándome en la posición que
ocupan tales hechos y personajes individuales en mi interior, o a través del modo en
que restablezco mi sentido del equilibrio incluyéndolos, trato de conocerme de la
manera más objetiva posible.
Ésta ha sido la postura o, dicho de una manera más solemne, la visión del mundo
que he mantenido desde la pubertad. Tal como el albañil apila un ladrillo sobre otro siguiendo el hilo tenso de la plomada, yo he ido conformando en mi interior esta
manera de pensar. De una forma más empírica que lógica. Más práctica que
intelectual. Pero un punto de vista como éste es difícil de explicar a los demás. Yo lo
he aprendido sufriéndolo en mi propia piel.
Quizá se deba a eso, pero desde la adolescencia me he habituado a trazar una
frontera invisible entre mí mismo y los demás. Empecé a tomar una distancia
perpetua ante el otro, fuera quien fuese, y a mantenerla mientras estudiaba su actitud.
Aprendí a no creerme todo lo que la gente dice. Mis únicas pasiones sin reservas han
sido los libros y la música. Y, tal vez como lógica consecuencia de todo ello, me fui
convirtiendo en una persona solitaria.