La densa atmósfera de humo y pedazos de un alma rota. Al fondo de la estancia, al otro lado de todo aquel dióxido de carbono, su silueta reposaba tendida, casi inerte, sobre un sillón de orejas, esos que tanto les gustan a los ancianos. Y es que él, en alguna parte de su interior, era ya todo un anciano, un hombre que ha vivido demasiado y se prepara para morir.
Sus brazos rígidos, casi muertos, y al final de uno de ellos, un cigarrillo se consume mientras su mirada se sumerge en la nube de humo como quien se tira desde un altísimo trampolín, lanzándose al vacío, al abismo de sus recuerdos y sus pasiones, todos esos sentimientos reprimidos que un día confesó... Pero qué gran error, decirlos en alto cuando el receptor es ella, la mujer de sus sueños pero también la de sus pesadillas. La de las piernas kilométricas, al final de las cuales los afilados tacones se preparaban para perforar sus entrañas. La de las manos finas... La de la mirada incisiva... La de la sonrisa roja...
Cierra los ojos a la par que un nuevo montón de ceniza se precipita al suelo. Espera la oscuridad de sus párpados pero se encuentra con el rojo de sus labios, y de repente, con el dulce aroma de su piel. Pero sabe que ese aroma no es un mero recuerdo, y aunque se resiste a creerlo en un principio, acaba abriendo los ojos. Su pasado le apuñala por la espalda, desde el interior del mullido respaldo del sillón.
"¿Qué demonios haces aquí?", pregunta con tono cansado, con aparente desinterés.
Se incorpora con naturalidad, intentando apartar la mirada de sus ojos casi transparentes, a veces blancos, a veces azules. Ojos de criatura sobrenatural, de criatura inmortal, de espíritu, de licántropo o vampiro, de recuerdo que siempre vuelve. Apaga su cigarrillo, y al otro lado de la densa nube de humo, bajo ese foco de luz amarilla sobre la mesa en la que se acumulaban los papeles, esos que todavía hoy le mantenían vivo, su figura se perfilaba tal y como lo hacía en sus memorias.
"Tenía que volver, lo siento", musitó ella, con un hilillo de voz casi roto.
"Ya veo...", cierta áurea sarcástica le rodeó.
Pero él seguía sin prestarle esa atención que ella buscaba, de la que ella se alimentaba. Encendía otro cigarro mientras en el cenicero todavía se extinguía el último aullido del cigarrillo número cuarenta y dos, el que había visto cómo todo había comenzado y había terminado con ella. El que había sido testigo de que la primera página comenzaba con su nombre, y que la última frase concluía con su maldición.
Durante eternos segundos, el silencio se hizo unánime. Abarcó desde el más recóndito rincón del planeta, ese planeta en el que parecían estar atrapados abandonados a su suerte. Y solos. Totalmente abandonados y solos. Sin nadie más que les protegiera al uno del otro, sin nadie más que les pudiera hacer creer, aunque fuese por un momento, que aquello ya era agua pasada. Abandonados a su suerte, condenados a encontrarse una y otra vez. Qué caminos tan caprichosos estos del destino, que pudiendo elegir el camino más corto pierden el tiempo con cruces y más cruces en los que los semáforos ya ni siquiera funcionan.
"Oye... ¿podemos hablar?", y ahí estaba la nueva colisión, la del nuevo cruce sin semáforos.
Él alzó la mirada inconsciente de lo que hacía. Y otra colisión, que dejó su corazón hecho pedazos de nuevo, antes siquiera de que hubiese encontrado todas las piezas del rompecabezas. Así, se miraron fijamente. De nuevo, se hizo el silencio. Un silencio frío y a la vez cálido. De un frío traído por el recuerdo del pasado, y de una calidez brindada por esa llama que parecía resurgir de esas cenizas en las que las colillas de los cigarrillos totalmente consumidos se enterraban.
Y esos ojos... Ay, esos ojos. Y esos labios. Y ese rizo que le caía sobre la cara.
Pero para cuando apartó la mirada de aquella montaña de belleza nociva, ya era muy tarde. La primera calada del nuevo cigarrillo le sirvió para calmarse un instante, para relajar toda aquella explosión de sensaciones que aquel recuerdo inmortal había producido en él. Por un momento, quiso llorar. Llorar tinta en todos esos folios en blanco que guardaba para situaciones de emergencia junto a los mismos que contaban cómo su corazón había sido perforado por sus tacones de aguja la última vez.
¿Era una situación de emergencia? Sí. Pero, ¿iba a ponerse a llorar tinta una vez más? ¿Estaba dispuesto a admitir que aquel libro no estaba terminado y añadir un nuevo y catastrófico capítulo a aquella historia de amor dolor? Él mismo se sorprendió respondiendo sus preguntas mentales, agitando su cabeza de lado a lado en un movimiento pesado mientras el humo se escapaba de entre sus labios como un día lo hicieron sus palabras.
"No te marches, por favor. Quédate conmigo...", pero la única respuesta que obtuvo entonces fue el silencio del rojo de sus labios al otro lado del teléfono, y su repentina ausencia injustificada.
El tiempo se detuvo, tan sólo por un par de minutos. Ella permaneció allí, junto a la mesa y bajo aquella débil fuente de luz, esa bombilla sucia y amarilla que comenzaba a temblar, quizá de miedo temiendo lo que se avecinaba. Ella también temblaba. Su bolso colgaba de su brazo derecho, y ella lo abrazaba con la esperanza de que aquello la ayudara a afrontar la situación y no salir corriendo. Sus dedos titubeaban, y la laca de uñas descascarillada contrastaba con la perfección con la que sus labios habían sido perfilados.
"¿Por qué has tenidoque volver?", él giró su rostro abruptamente, en un movimiento rápido y agresivo. Ella se sintió, de repente, alcanzada por una bala de plata.
"Tenía que hacerlo", sollozó en una última súplica de perdón.
"No, no tenías que hacer nada", se levantó.
Y qué más daba en aquel momento que sus rodillas no pudieran soportar ya los tacones, si era él el que todavía estaba buscando los pedazos de su vida. El cigarrillo pendía de su mano, sus dedos temblaban y la ceniza se quebraba. Entornó los ojos, apartando la mirada de la vulnerabilidad que un día acabó con todo lo que tenía, y en ese mismo instante, depositó el milagroso cilindro, el único que le ayudaba a mantener los pies todavía en el suelo, sobre sus labios.
Ella estudiaba sus movimientos hasta que, de repente, una nueva colisión de miradas se produjo. Sus ojos transparentes y opacos, los de recuerdo que siempre vuelve, se deslizaron hacia esa mesa en la que una vieja máquina de escribir era la protagonista. Junto a ella, una pila de folios entre los cuales pudo apreciar, en tan sólo un rápido vistazo, su inconfundible estilo.
"Aún me amas, lo sé", dijo ella con más seguridad ahora, pero sin ni siquiera mirarle a los ojos.
Había succionado su atención, esas últimas pelusas de sentimientos que se escondían en las esquinas de su caja torácica. Sí, aún la amaba. ¿Y qué? ¿Eso era lo único que necesitaba para volver a ser ella? Ella, la de la sonrisa roja, la de los tacones afilados, la de la mirada incisiva. Y no ella, la de las uñas descuidadas, la del pelo alborotado, la de las piernas cansadas.
Sus ojos, los de él, los del inocente en todo, el iluso, el soñador, el romántico de turno, se descubrieron enrojecidos, al borde del colapso. Una lágrima de tinta se preparaba, las palabras se ordenaban. Y la lágrima se encontró saciada, satisfecha de su trabajo. Así que él se limitó a arreglarse el traje, estirar la chaqueta, acomodar el cuello de la camisa, abrochar el último botón e ir en busca de una corbata que le esperaba en el reposabrazos de aquel viejo sillón que había cuidado de él en los peores momentos, soportando sus pesadillas y sus sueños, aún a costa de aquellos quemazos que su insana adicción conllevaba.
Se puso la corbata dándole la espalda, todavía con el cigarro entre sus labios, que por última vez, le dirigieron un sentimiento.
"Sí, te amo aún. ¿Eso te hace feliz?"
Pero ella no respondió, de nuevo, como había hecho tantas otras veces. Sólo el sonido de sus tacones a su espalda le advertía de que quizá todavía no era hora de poner punto y final a toda esta historia, de que quizá aquella vieja máquina de escribir tenía mucha tinta que llorar aún.