Epílogo: La Ciudad de los Arcángeles

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¿Creíais que iba a dejar la historia así como así? Sé que soy una hija de la gran Bretaña, pero no tanto. 

***  

Sentía su cuerpo flotar, como si todo lo de su alrededor fuese un inmenso mar que se extendía por el horizonte. No había tierras a su alrededor, sólo agua. El mar removiéndose suave contra su cuerpo, enviándola hacia un lugar exótico y desconocido. Pero pronto el silencio fue desapareciendo, el mar dejó de ser tan callado y las voces le arrastraban hacia un lugar al que no estaba muy segura de si quería ir.

Cuando abrió los ojos, no sin esfuerzo, todo a su alrededor era blanco perpetuo. ¿Otra vez ese maquiavélico hospital?, se preguntó en su fuero interno; pero aquel hospital era diferente. Tenía adornos en las paredes, y tras las ventanas no era noche perpetua. Había ruidos, una especie de ciudad a sus pies.

Pero estaba sola en la habitación. El sol era suave, tímido; parecía no querer brillar e iluminar aquella extraña tierra. Porque no se sentía como si estuviera en un hospital de California, de eso estaba segura.

Y no se equivocó. Caminó descalza hasta la pequeña ventana, la cual no tenía cristales, y las persianas estaban hechas de un material liviano, tan fino que parecía imposible que no dejaran pasar la luz del sol. Lo que encontró tras aquel ventanal le hizo reír, aunque sentía tal dolor en sus costillas que tuvo que conformarse con un solo par de carcajadas.

La gente vestía coloridos trajes de algodón, seda e incluso lino, la mayoría llevaba sandalias que les llegaban por los tobillos, y algunos se decantaban por capas de colores intensos que llamaban la atención allí por donde pasaban. Los niños jugaban con simples varas de madera o un puñado de dados tallados en piedra; los hombres conversaban al final de la calle con llamativo orden y las mujeres tejían o se perdían por las estrechas calles del mercado para llenar sus despensas para esa noche.

-¿He viajado en el tiempo hasta la antigua Roma? –inquirió al vacío.

-No –oyó a sus espaldas, una voz ronca que hacía años que no llegaba a sus oídos-. Ahora este es tu hogar, Lexa.

Volver a ver a Lincoln era un regalo que no se esperaba. Tras la sorpresa inicial, rodeó su basto cuerpo con sus brazos, con fuerza, temiendo que todo no fuera más que un simple sueño. Le había echado de menos, tanto que casi todos su recuerdos se habían esfumado de su memoria. Y ahora allí estaba, hecho todo un hombre, con su túnica verde con adornos de plata, con su sonrisa calmada y su entereza imbatible.

-¿Dónde está Clarke? –de repente, todo en lo que podía pensar era en ella. Recordar sus últimos momentos en la batalla, con esa herida en su bajo vientre, su cuerpo inerte, le hizo temblar-. Quiero verla. No quiero pasar el mismo calvario que en el purgatorio. Necesito verla, Lincoln. Saber cómo está.

Lincoln asintió en silencio. Hubiera preferido que guardase reposo, ya que aún seguía débil de la feroz batalla contra Lucifer, pero sabía que no sería capaz de detenerla. Y con tal de evitar un arrebato infantil por parte de Lexa, hizo realidad su deseo.

***

Clarke estaba sentada en la cama, con un grueso libro entre las manos. Hubiera preferido seguir estudiando medicina, pero su vida mortal había acabado. Y al igual que ella, también la de Bellamy y la de Lexa.

Fue complicado decirle adiós a los recuerdos de Raven, Octavia y demás muchachos, convertirse en un mero sueño para ellos. Una anécdota que contar a sus amigos al salir de clase. El caso de Bellamy fue más complicado. Tener que desaparecer del imaginario de su hermana, a la que tanto había querido, fue el mayor golpe que recibió en su vida; más incluso que la propia muerte de su padre. Permanecería como un recuerdo residual, un muchacho alegre con el que no pudo compartir más que unos cuantos años de su vida y quizá algunos retazos de su adolescencia, pero nada más. Era el precio a pagar por su valentía, por su rango.

Grey AngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora