La Herencia

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Llevaba ropas de moda victoriana del color del vino y el hollín. Sentada sobre un sillón alto de suave terciopelo azul y madera finamente tallada, me miraba sin parpadear; con una sonrisa serena, apenas una diminuta curva sobre sus labios, y que a mi me parecía dolorosamente hermosa. Sus hermosas y delgadas manos descansaban sobre sus faldas y a su lado,  en una mesita, había un reloj de arena, cuyas arenas estaban a punto de terminarse. El fondo de la estancia eran unos paneles de madera y una cortina de color negro que caía ocultando seguramente una ventana. Todo dentro de ese mundo de tela, madera y óleos era hermoso; el único detalle que hacía que se me erizara la piel y convertía mis noches en interminables pesadillas, era la enorme y horrible ave negra que descansaba sobre el respaldo del sillón, un buitre, que miraba fijamente desde aquella posición. Me miraba como si fuera carroña, sus ojos negros y pequeños incrustados en esa asquerosa cabeza calva, me penetraban intentando imaginar que sabor tendría mi carne al descomponerse.

Maldecía que la carta no me hubiera sido entregada antes. Pero no solo había llegado tarde, había llegado en el peor momento posible. Mi hermana la había depositado en mis manos al finalizar el velatorio de mi abuela. Me dijo que era para mí y que lamentaba no habérmela dado antes. “¡Estúpida Cecilia!” pensé, maldiciendo su distracción. Ahora ya no había manera de salir de esta horrible maldición, ya la había contemplado.

Catrina había llegado a mí trece días atrás. Después de unos horribles asuntos de herencias, el único legado que me había dejado mi abuelo había sido aquel viejo retrato.

En el momento en el que la vi me enamoré, y Catrina se volvió la obsesión más grande mi vida. La contemplaba día y noche, fantaseaba con ella hasta el delirio, la veía aparecer en mi habitación, en la cocina, en el balcón de mi departamento, en la parada del autobús, en todas partes. Era tan hermosa, que dolía contemplarla, no me sentía digno de poseerla, no me sentía digno de admirarla. Era un sueño, era sueño, hasta que lentamente, se volvió pesadilla.

Recordaba bien aquel viejo cuento. Mi abuela lo contaba en las noches y siempre se lo pedíamos el Día de Muertos, sentados, mis hermanas y yo, delante del altar con las luces apagadas y las velas encendidas mientras el olor del cempasúchil se mezclaba con el azúcar del pan y las calaveras. 

CatrinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora