Te descubrí un día cualquiera. Leías, con mucho interés, un libro de tapas rojas. Parecías tan concentrada, que ni te percataste de que yo te miraba. Una hora sin separar mis ojos de tus labios, tu nariz, tus ojos, tu cara. Una hora en la que pude haberme acercado, haberte conocido, haberte conquistado. Pero me quedé parada, petrificada por tu inmensurable belleza, imaginando nuestra primera cita, nuestra primera conversación. En mi mente eras toda una diosa, una eminencia de la hermosura, pero, también, una exquisita compañía, una brisa fresca en una sociedad viciada.
Yo no sería mucho ante ti, ni tan siquiera podría imaginar cómo llenar tus ansias de conocimiento, como abstraerte de la literatura con un sutil, pero efectivo, juego de palabras. Quizá esperabas a alguien, pero ¿quién podría retrasarse durante tanto tiempo cuando había quedado con una mujer tan fascinante? Si hubieras quedado conmigo, yo estaría en el lugar señalado media hora antes, para así poder contemplarte llegando, con esa sonrisa que esbozabas al mismo tiempo que pasabas las páginas con tus suaves manos, me hubiera levantado, te hubiera rodeado suavemente con mis brazos y te hubiera agradecido con un dulce beso en la mejilla tu llegada a mi vida.
En ese instante en que todo en mi mente tenía sentido, en el que cada latido se sincronizaba con tu susurrante voz en mi oído, llegó ella, y todo cayó al sucio suelo de aquella cafetería. Besaste a esa hermosa mujer como si te fuera la vida en ello y yo puse mi habitual cara de lamento. Te escapaste, aunque estaba claro que contigo no iba a tener nada, pero me hubiera conformado con una mirada, con que te dieras cuenta de que estaba allí, con que fueras consciente de mi existencia.
Ni se disculpó por la tardanza, y a ti parecía no importarte, estabas absorbida por algún tipo de aura que rodeaba a aquella déspota. Comenzó a hablar de sí misma, de sus problemas en el trabajo, de su vida en general, pero ni una sola vez se interesó por ti, por tu estado anímico, por tus dudas, por tus lecturas, por tu sonrisa esquiva, por tu cara de soledad.
No estuvisteis en aquel bar ni diez minutos desde su llegada, pero yo me quedé allí, apoltronada en aquel sillón desgastado, imitando tu forma de juguetear con las hojas. Estaba abrumada por todos los sentimientos que habías despertado en mí. ¿Qué era aquello que ahora me perseguía? Amor no podía ser, porque ni las conversaciones, ni los besos que nos dimos, ni las palabras de aliento que me regalaste, ni tú, erais reales.
Empecé a darle vueltas a todo aquello. ¿Cómo una mujer podría trastocar mi vida de esa forma? Iba siendo hora de aceptar la realidad, de aceptarme. Mi cabeza repitió mil veces: “soy lesbiana, ¿y qué?”; pero mis ojos parecían colapsarse ante aquel descubrimiento (o más bien aceptación) Estaba totalmente perdida, enganchada a un amor sin frutos pues no tenía semilla, a una imagen que difería mucho de la realidad, a un sentimiento de angustia, a aquella tarde que perdí y gané a la vez, a lo que siempre he sabido, a lo que soy, a lo que siento. Exhausta, me fui a casa, me metí en la cama, intenté no pensar y lloré.
Había pasado un día desde nuestro último encuentro. Volví a aquel bar, a ocupar la misma mesa desde donde te contemplé por primera vez. Había cambiado todos mis horarios para poder llegar antes que el día anterior, con la esperanza de verte entrar, de admirar cómo te sentabas en el mismo lugar que yo estaba reservando para ti.
Pasaron dos horas, y con cada abrir y cerrar de puerta, mi cuello se alargaba hasta la inmensidad para retornar con un nuevo fracaso. ¿Hoy no piensas venir?
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Los días
RomanceUna nota, una declaración de amor, una mirada, todo ello hace que una mujer confusa coja las riendas de su vida y asuma con total libertad su sexualidad.