Prólogo: El don

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El niño sabía bien que no era igual que sus hermanos y hermanas.
Lo sabía cuando su cabello era agitado por el viento.
Lo sabía cuando miraba al cielo.
Y lo sabía al oír el aire susurrar secretos en su oído.

Todo ocurrió un día mientras jugaba en la pradera cerca de la tienda familiar.

Jugaban todos los hermanos cerca del abrevadero a la pelota, en donde se sabía por todas las personas, que toda clase de animales se reunían para saciar su sed. Sin querer uno de sus hermanos pateó el juguete con demasiada fuerza y lo envió a las altas hierbas cerca del abrevadero.

-Se supone que debías atraparla -se quejó el hermano del niño, lo cual era injusto; ni el pequeño, ni nadie de paso, hubiera podido atrapar la pelota por sorpresa-. Ve por ella.

-¡Bien, pero la pateó yo! -exclamó el niño de forma inocente-. Padre dijo que también puedo patear.

El hermano mayor asintió de mala gana (había hecho la promesa a su padre de dejar patear a su hermanito, eso era cierto, pero no dijo cuando lo dejaría exactamente), y con la desesperación, propia de los niños, le dijo que fuera por el juguete. El niño que era el más pequeño y delgado de sus hermanos y hermanas, quitando a los que todavía no podían andar en dos pies, se adentro entre las hierbas hasta llegar al abrevadero.

En el lugar había animales bebiendo el vital líquido que emanaba de un manantial subterráneo, ninguno era salvaje o peligroso, y una pareja de adultos con túnicas azules reponían el agua de sus cantimploras. El niño, curioso al verlos por vez primera notó que no había monturas cerca de ellos, sólo animales domésticos. Recordó entonces a su padre comentar a su madre que había muchas personas que no llevaban consigo a su montura hasta el abrevadero por miedo a que fuesen atacados por los cocodrilos.

Decidió que ellos eran como cualquier otra pareja de viajeros, pero por precaución no les notificó de su presencia.

Así era que se tenía que tratar con los extraños, se recordó.

El pequeño niño no tardó mucho en encontrar la pelota.

El juguete estaba flotando pacíficamente​ a la orilla del abrevadero, esperando por él. Prestando atención a los concejos de su padre, miró en la superficie del agua en busca de los ojos de los cocodrilos. No logró ver nada. Eso no significaba que no estuviesen ahí, pero si las personas que llenaban sus cantimploras estaban tan tranquilas, entonces él no encontró razón para temer.

Se adentró entre las aguas para buscar la pelota, ansioso por jugar con sus hermanos y los otros niños. ¡Patear! ¡Se imaginaba que jugaban a dos bandos! ¡Y él pateaba con fuerza la pelota! ¡Plap! ¡Tan alto que se caían todos de espaldas! Notó un tronco hundido entre él y el juguete, pero la emoción y la imaginación cegó al niño a la precaución que tanto le inculcó su padre.

Fue gracias a la advertencia de uno de los forasteros lo que le salvó la vida al niño.

Eso, y que de alguna manera que no pudo explicarse, hasta años después, saltó por encima de las fauces del cocodrilo y aterrizó muy cerca de la hierba alta...

Al otro lado del abrevadero.

Asustado y confundido el niño corrió hasta su casa.

-¡Espera! -escuchó que gritaba el forastero que lo ayudó.

Con la respiración pasando por sus pulmones a grandes caladas pasó como una exhalación a lado de sus hermanos más grandes, quienes perplejos por la cara de miedo que vieron en su rostro solo pudieron ver, no sin confusión evidente, el como corría en dirección a la tienda.

—¿Y ahora qué le pasó? —se preguntó uno de ellos.

—¡¿Donde esta la pelota?! —preguntó otro de sus hermanos haciendo bocina con sus manos.

Aeronauta, Domador Del Aire.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora