El Consejero entre las carpas mostazas

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Un sol abrasador daba un matiz todavía más dorado al desierto que contemplaba Nimbaerus con sus lentes ambarinos. El viento cruzaba entre sus manos, sus cabellos, y silbaba en sus oídos cambiando de una sutil tonada a un ensordecedor rugido.

Y él lo consideraba cómo el más hermoso de todos los sonidos que existiesen.

Se deslizaba a gran altura planteándose subir todavía más, porque mientras más alto fuese más fuerte sería el viento y por lo tanto más rápido llegaría a su destino. Justo cuando creyó encontrar la corriente precisa para hacerlo algo cortó su paso bruscamente, haciendo que perdiese el control y se precipitara como una piedra.

A pesar de que fue menos de un minuto el tiempo que duró a merced de la gravedad, la sensación de completa desesperación que le embargó fue grande, la cuál no desapareció hasta que volvió a estar en control del flujo de aire a su alrededor.

Suspiró de alivio una vez estuvo en control.

Fulminó con la mirada a su compañera de trabajo, deseando que fuese legal el estrangular a las personas molestas. Por supuesto, no se le escapaba la ironía de que muchos otros veían con buenos ojos matar aeronautas, no por ser molestos, sino porque los creían una abominación. Una cosa de locos, la verdad. ¡Y ahora salía un aeronauta que quería hacer daño a uno de los suyos! ¡El mundo era lugar sumamente raro!

Quizás hasta me feliciten, reflexionó con una mezcla de asombrado y asco.

Le tomó gran parte de su concentración, en condiciones normales lo habría hecho sin mucho esfuerzo, como abrir una ventana, pero lo echó la culpa al estrés reciente de pensar que estuvo a punto de morir y el estar enojado. Sabía que lo que estaba por hacer estaba mal, pero no le importó abrir el nexo mental para quejarse con su compañera.

«¡Ten más cuidado, Kialandei!»

La mentada, quien seguía haciendo piruetas a quince metros por encima suyo, apenas y murmuró mentalmente una disculpa. El muchacho, todavía molesto, miró como la túnica de ella de azul marino, (decolorada por el tiempo y el uso, como la suya), tomaba formas distintas a la vez que surcaba el firmamento con gracia y naturalidad. Resultaba difícil pensar que ella no fuese una legendaria ninfa desértica, en lugar de una chica menor de edad con grandes dotes para el dominio del aire. Nimbaerus siempre estuvo al corriente del gran talento que poseía Kialandei para moverse por las corrientes. Los otros aeronautas mentores siempre comentaban que la diosa Aerina la había bendecido con excepcional don para el dominio del aire.

Nimbaerus la miró un segundo más todavía, embelesado por la forma en que ella cambiaba de dirección, como si su cuerpo ya no fuese sólido sino que se hubiese convertido en una sustancia fluida que ya formase parte de todo el panorama que él veía.

«Nimbo... ¿Pasa algo?»

La pregunta de Kialandei tomó por sorpresa a Nimbaerus quien por poco pierde el control de su dominio y cae al suelo de nuevo, todavía con el corazón en la garganta (se dijo a sí mismo que era debido al susto), pudo contestar a duras penas:

«No, todo está bien. ¿Por qué preguntas?»

«Ah, por nada es que ya nos pasamos del lugar al cual teníamos que llegar»

Nimbaerus estuvo a punto de perder de control de su dominio por tercera vez en menos de cinco minutos. Masculló una maldición.

Lo único que Nimbaerus veía de malo en Kialandei era que simplemente gustaba de deslizarse por las corrientes de aire demasiado, descuidando sus deberes como aeronauta que era. Si por ella fuera simplemente estaría todo el día en el aire volando y nada más. Y eso era algo que a él no le gustaba, en absoluto.

Aeronauta, Domador Del Aire.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora