Capítulo 11: La emperatriz de la República.

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Sabía que iba a haber movida en cuanto abriera la puerta de casa y dejara caer las llaves a la par que mi abrigo. Que lo recogiera quien quisiera: yo estaba demasiado cansada. La fiesta había sido agotadora, la bebida habría corrido lo justo y habríamos bailado y tocado instrumentos toda la noche.

Habría tocado instrumentos sobre todo si me hubieran enseñado a hacerlo. Sí, si supiera cómo tocar una guitarra, sería probable que la utilizara en mi beneficio, pero, ¿para qué la quería? Mi mejor instrumento era mi cuerpo, que ya me había dado todo lo que quería a una edad escandalosamente corta.

Así que, para hacer tiempo, le busqué a mi instrumento favorito una funda. En lugar de coger un taxi y darle las indicaciones para ir a casa, decidí ir caminando y deteniéndome en cada escaparate de las boutiques que proliferaban alejadas de la zona rica. Se notaba sus esperanzas de moverse hacia el lugar donde la pasta se utilizaba para sonarte los mocos, pero, por las razones que fueran, aún no habían conseguido una mudanza ni una metamorfosis de seta del bosque a enredadera de mansiones. C'est la vie.

Mientras estudiaba un amoroso pañuelo en tonos grises y rosáceos, alguien me tocó el hombro. Me giré y estiré las comisuras de la boca en una sonrisa sarcástica. Las damas de honor de la abeja reina de su instituto estaban allí, frente a mí, deseosas de cumplir mis órdenes al pie de la letra con la esperanza de que yo tuviera a bien poner mi mano mágica sobre ellas y convertirlas en ídolos para todo el instituto. Cosa que, claro, no iba a pasar. Es decir, ¿cómo iba a permitir que semejantes seres, que llevaban una talla 38 y cuyos culos no habían catado ninguna mano porque necesitabas un GPS para no perderte en ellos, llegaran a algo en mi instituto? No mientras yo viviera, y no mientras quedase aún algo de mí, alguna pizca del bonito cadáver que dejaría si me sucediera algo. Algo trágico que me convirtiese en inmortal. Todo el mundo sabe que la gente que muere joven es recordada por siempre. Porque, ¿quién se acuerda del viejo de 84 años que vivía en su bloque que estiró la pata durmiendo?

Pero, ¿quién se acordaba de la niña de 7 a la que una enfermedad rarísima había hecho caer fulminada al otro lado del mundo?

Exacto.

-Priscilla. Caroline. Qué alegría veros-espeté con un veneno en la voz que hubiera atropellado a un autobús de poder conducir. Me lo imaginé con forma de tanque, enfocando su cañón hacia ellas y haciéndolas estallar en una explosión como no se había visto en aquella ciudad. A pesar de lo que había pasado cierto día de septiembre de hacía bastante tiempo. Oh, sí. Aquello sería un juego de niños comparado con lo que yo les tenía preparado a aquellas dos.

-¡Diana! ¿Qué haces tú por aquí?-dijeron al unísono, o más bien se turnaron para decir las palabras. Parecía que las tenían ensayadas. Qué asco daban.

-He estado en una fiesta esta noche.

Sus rostros mudaron de la ilusión a la confusión y luego a la tristeza mal disimulada. Si había algo que me daba más asco que la gente asquerosa, era la gente que no sabía disimular. ¿O sería que el no saber disimular contribuía aún más al ser asqueroso? Nadie lo sabría jamás, porque a mí no me quedaban fuerzas psicológicas y de voluntad para averiguarlo, y sólo aquella clase de pordioseros se manifestaban en mi presencia.

-No sabíamos nada.

-Es una pena. Me lo he pasado muy bien. ¿Qué habéis hecho vosotras?

-Pues la verdad es que...

-Genial, chicas, me ha encantado veros-dije, tocándoles a cada una el hombro contrario. Se juntaron un poco entre ellas, como esperando que las abrazara. Pues que esperaran sentadas y, a poder ser, con comida a mano, porque yo no iba a hacer nada por el estilo-. Ya hablaremos mañana en el instituto, ¿eh?

Chasing the stars [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora