Aun lado y a otro del helado cauce de erguía un oscuro bosque de abetos deceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hieloque los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos,parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio entoda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento,Colmillo Blanco Jack London
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tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era latristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas lastristezas..., una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y conalgo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidadriéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto,aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por lapendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bienlobos. La escarcha cubría un hirsuto* pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuantosalía de su boca, era despedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, endonde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jaeces* de cuerpo, como tirantes, que losmantenían unidos a un trineo que arrastraban. El vehículo, especie de narria*, había sidoconstruido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas o patines, y toda su superficieinferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba,a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso.Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja estrecha y larga, rectangular. Habíatambién otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo queocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo demás, era la cajaestrecha y larga, de forma rectangular.Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve,avanzaba trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba untercero para quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvajedesierto, un vencido que no se movería ni lucharía ya más, aplastado, aniquilado por él.Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vidaes movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr haciael mar; les roba la savia a los árboles - hasta helarles el potente corazón; y con mayorferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga a someterse al hombre. Alhombre, que es lo más inquieto que la vida ofrece, siempre en rebelión, justamente encontra de la idea de que todo movimiento acaba con la cesación del mismo.
Pero allí, al frente de la zaga, como escolta, audaces, indomables, caminaban
trabajosamente los dos hombres que no habían muerto aún. Pieles y cueros blandos
cubrían sus cuerpos. Tenían pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cristales de hielo,
producidos por su helada respiración, que era imposible distinguirles la cara. Esto les
daba el aspecto de enmascarados duendes, de enterradores de un mundo de espectros en
el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hombres que penetraban
en la tierra donde todo es desolación, mofa sarcástica y silencio; aventureros novatos
enfrascados en una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en un mundo