Toc toc.
Te busqué y no te encontré.
No sé dónde estás, pero no puedo esperar para contarte.
Estoy como flotando.
Quiero contártelo antes de que desaparezca la sensación de divino extravío.
Aunque voy a procurar que me dure unos días más.
La tarde del jueves recibí una invitación para celebrar la publicación del último libro del marido de Lucía, me llamó ella misma. Quería verme esa noche.—No, Lucía.— le dije —Hoy no tengo coche, y no he dormido más de cinco horas.
Insistió y me negué. Volvió a insistir, me volví a negar.
Hasta que cedió.
—Bueno no vengas hoy, pero ven mañana al cóctel.
—Veré.
* * *
Viernes.No tengo sueño, nada que hacer, y no quiero trabajar. Se me acabaron las excusas. Así que, llegada la hora, salté de la cama, me duché, me acicalé y salí.
Al llegar, caminé hasta el restaurante próximo a la terraza del brindis para saludar a Samantha con la excusa de comprar tabaco. No lo pude comprar, ya no venden de la marca que prefería, en cambio sí pude saludarla. Temía que me recibiera con piedras en las manos, pero la verdad es que me recibió con un cariño especialmente "raro", quiero decir, por toda la historia que ya olvidamos, aparentemente.
Nos sentamos a una mesa, hablamos unos veinte minutos o más, me dijo, le dije. El país, la política, la economía, el fútbol –juega fútbol para mantenerse en forma, pero vive jodida con los esguinces–, arte, libros, películas, otra vez el país. Finalmente me preguntó si había ido a la presentación del libro, le dije que sólo iría al brindis y sólo por ver a Lucía, y ¡cómo no! todos conocen a Lucía.
Me acompañó a buscarla –cosa que hizo más por cortesía que porque necesitara ayuda para encontrar a una tía que mide más de dos metros–. Ahí estaba, sonriendo, con un sobre, llaves, cerrillos y cigarrillos en una mano, y en la otra un extinto vaso de whisky.
No me acerqué para no interrumpirla pero, de pronto, se dio la vuelta, me miró como suele mirar –de arriba abajo: hace que te sientas escaneada–, sonrió y me apretó en un abrazo fuerte, con sobre, llaves, cerrillos, cigarrillos y vaso.
Sentí dos cosas: temor a que se le cayera algo, y un fastidioso dolor en las tetas, pues estaba premenstrual.
—Gracias por la conversación, embajador.— La oí despedirse. Y luego, mientras nos alejábamos del bululú, agachada en mi oído continuó. —Éste embajador no tiene buena conversación.
—No he visto a tu marido.— le dije.
—No está en el país, se fue a hacer un postgrado y me dejó tres meses solita el desconsiderado...— suspiró. —Con este lío, ¿has visto la arrogancia? se presenta su libro y él se va, qué carajo, no lo iba a suspender, con todo lo que he trabajado...
La noche transcurrió entre tragos, cigarrillos, saluda allá, acá, sonrisas ficticias, miradas al reloj de vez en cuando y pensar en la vuelta a casa, disfrazar el sueño de interés, y oírla hablar sin parar.