Leavitt David - El Lenguaje Perdido De Las Gruas

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Viajes

            A primera hora de la tarde de un lluvioso domingo de noviembre, un hombre bajaba a toda prisa por la Tercera Avenida. Pasaba junto a las floristerías y los quioscos cerrados con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada contra el viento. La avenida estaba desierta, a excepción de algún que otro taxi que salpicaba el agua sucia de los charcos. Tras las ventanas iluminadas de los edificios, la gente desplegaba y dividía la edición dominical del Times y se servía café en tazones esmaltados. En la calle, sin embargo, la situación era distinta: un vagabundo cubierto de bolsas de plástico empapadas se acurrucaba en la entrada de una tienda, una mujer con un abrigo marrón corría protegiéndose la cabeza con un periódico, una pareja de policías —cuyos walkie-talkies emitían voces distorsionadas— escuchaban los sollozos de una anciana frente a un edificio pintado de rosa. ¿Qué estoy haciendo una fría tarde de domingo entre esta gente, yo, un hombre respetable y honrado que tiene un apartamento con calefacción, una cafetera y unos buenos libros que leer? Se rió de sí mismo por hacerse todavía la pregunta y apretó el paso. Era inútil que fingiera, lo sabía, iba adonde iba.

            Sólo unas pocas manzanas más arriba, en el duodécimo piso de lo que una vez fue un discreto inmueble de ladrillos de color blanco, pintado ahora de un llamativo azul celeste, una mujer sentada en una mesa balanceaba pacientemente un lápiz rojo por encima de un original mecanografiado. Apenas se daba cuenta del staccato de la lluvia contra la cañería de desagüe ni de las gotas que corrían por la ventana. Sus labios se movían en silencio, repitiendo las palabras que tenía delante. En la televisión, encendida pero sin sonido, daban unos dibujos animados en los que un viejo dinosaurio, con un mechón de pelo blanco en la cabeza, cojeaba por un paisaje ceniciento llevando entre los dientes un palo del que colgaba un hatillo.

            La mujer respiraba al ritmo del reloj de la cocina, sin hacer caso del dinosaurio, y manejaba el lápiz sobre el original como si fuera una varita mágica, enmendando todo lo que tocaba. Tampoco pensaba en su marido, que caminaba solo y luchaba contra la cortina de agua.

             

            A menudo, Rose se refería a su barrio, con sus rascacielos azules, rosas y rojo vivo, como el Oriente Medio. Y, efectivamente, estaba lleno de hombres de tez morena que llevaban gafas de sol a medianoche, jeques vestidos de blanco que viajaban en limusinas y mujeres con velos negros que regateaban con la vieja y cansada propietaria de la tienda de comestibles coreana. Vivía, como le gustaba contar, demasiado al oeste para estar en Sutton Place, demasiado al este para estar cerca del centro, demasiado al norte para Murray Hill y demasiado al sur para el Upper East Side. Según los planos, aquello era Turtle Bay; pero Rose, con el sentido de la precisión propio de una correctora de estilo, sabía que Turtle Bay sólo incluía unas cuantas calles laterales con farolas, árboles frondosos y bloques de casas. En realidad, Rose y Owen vivían en la Segunda Avenida. El dormitorio principal daba al tráfico de la calle, a los coches y los taxis. Las sirenas sonaban durante la noche, razón por la que, últimamente, Owen se ponía tapones de cera en las orejas cuando se iba a dormir.

            Veintiún años atrás, cuando se mudaron a ese apartamento, el barrio estaba habitado por una humilde y perseverante clase media que se identificaba con Lucy y Ricky Ricardo, aunque no hiciera nada tan fascinante como trabajar en un club nocturno. Con el tiempo, fue llegando más y más gente pero, como el alquiler permaneció estabilizado, continuaron pagando el de una época ya pasada, mientras el futuro se deslizaba entre ellos por la Segunda Avenida, hacia la zona alta o hacia el centro de la ciudad. Pocos fueron los cambios visibles en la inmediata vecindad pero Rose sabía que, a la larga, los invisibles eran los peores.

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⏰ Última actualización: Mar 11, 2014 ⏰

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