I

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Para cuando la señorita Eliana terminó de leer el segundo tomo de La etérea reina de las orquídeas de otoño, eran las dos de la mañana y ella seguía sin dormirse. Ya había intentado todo: tilo, manzanilla, valeriana, leche tibia con miel, vino, una pastilla para dormir, corregir todas las pruebas de los siete grados que tenía a cargo, leer una novela infumable... Lo único que había conseguido eran unas ganas terribles de ir al baño cada media hora. Solo las pastillas le habían hecho algo de efecto.

Se levantó y fue al baño. Ya había perdido la cuenta de las veces que había ido en lo que iba de la noche. Se lavó las manos y se miró al espejo. Estaba destruida; el insomnio le estaba pasando factura. Y seguía sin tener sueño. Con media botella de vino encima más un somnífero, era imposible. Quizás, como había estado tomándolas toda la semana, se había acostumbrado.

Fue a la cocina, se sirvió un vaso de agua, volvió a la cama. Tomó una segunda pastilla, porque era claro que con una sola no le alcanzaba, y se acostó de nuevo.

Se despertó sobresaltada. La naturaleza llamaba. El radiorreloj marcaba las 2:45. Eliana fue al baño, hizo lo suyo y volvió a acostarse. Apenas apoyó la cabeza en la almohada, se preguntó si ya había tomado el somnífero. No lo recordaba. Por las dudas, se tomó dos, porque era claro que con una sola no le alcanzaba, y se acostó de nuevo.

Se despertó sobresaltada. La naturaleza llamaba. El radiorreloj estaba apagado; se había cortado la luz. Mierda.

Por la ventana, todo estaba oscuro. Un corte tan generalizado era raro.

Eliana hizo lo suyo, se lavó las manos y se miró al espejo. Por la ventanilla, la luz de la luna le daba un aire espectral al rostro demacrado. Algo en su expresión hizo que a Eliana se le pusiera la piel de gallina. Desvió la mirada; más allá de la puerta, no había nada para ver.

Fue al living y tanteó el modular. La linterna estaba en el segundo cajón de la derecha. La encendió; necesitaba mirar algo, lo que fuera, con tal de olvidarse del fantasma del espejo.

A simple vista, el departamento estaba como siempre. Lo único que no funcionaba era el reloj colgado en la pared: las agujas marcaban las 2:51.

Eliana fue a la cocina, se sirvió el café que quedaba en la cafetera, volvió al living y se paró frente al ventanal abierto. Qué oscuridad rara; densa, casi palpable. La luz de la linterna no reveló nada. Un escalofrío hizo que Eliana cerrara las ventanas.

Unos golpes en la puerta la asustaron; de casualidad no soltó la taza. Eliana se acercó. Solo entonces se dio cuenta de que entraba luz por las rendijas. Imposible. Por la mirilla, todo se veía negro.

—¿Quién es? −preguntó.

— Se cortó la luz −La voz sonaba familiar−. No salgas.

—¿Mamá...?

—No abras la puerta. Quedate adentro.





(495 palabras)

No abras la puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora