La carta del capitán

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El dolor no le dejaba concentrarse. 'Este trasto siempre da problemas', pensó. Hacía ya una década que el capitán Don Pablo Arredondo Acuña llevaba aquella pierna ortopédica, pero nunca llegó a acostumbrarse a ella. 'Y todo por esos malditos moros'. Con aquella expresión, el jiennense hacía referencia a los marroquíes contra los que España luchaba desde hacía ya muchos años. 'Sí, muchos años', pensó, e inmediatamente, 'pero ni siquiera yo soy capaz de recordar cuándo ni cómo empezó todo esto, y no puedo imaginarme cuándo acabará, ni siquiera si lo hará alguna vez. Quizás permaneceremos aquí para siempre, incólumes, hasta que alguien nos reclame para un fin mayor'. Tras casi nueve años en el norte de África, no es de extrañar que el militar no encontrase justificación alguna a la larga guerra del Rif (y menos tras la derrota en Annual y el repliegue de tropas del que estaba siendo testigo), que se prolongaría otros tres años tras la muerte en combate del capitán Arredondo.

'Salimos en diez minutos', anunciaron. 'Mierda, Pablo, concentrate'. Le había prometido a su hermano Luis que le mantendría informado acerca de la campaña. Cogió una pluma y empezó a escribir. No había mucho que destacar desde la última vez que hablaron, hacía ya tres semanas, pero todo combatiente sabe que hay que aprovechar las escasas oportunidades que se tienen en el frente de comunicarse con la familia. Y el campamento de la Legión en Xauen se lo permitía.

Durante esos diez minutos, que se prolongaron en su mente durante lo que parecieron horas, el capitán estableció un monólogo con un interlocutor inexistente. Las palabras fluían de su mano al papel como si la pluma fuese una prolongación de sus dedos. Hablaron de madre, de su tristeza desde aquel día en que decidió alistarse en el ejército, de su sufrimiento al saberle tan lejos; de su sobrino, de cuánto había crecido en su ausencia; de su amada Luisa, de las noches que ésta pasaba en vela por su culpa. De todo esto y de otros cientos de cosas, a cada cual más trivial, hablaron Pablo y su hermano durante esos diez minutos, que parecieron horas, pero que no fueron más que el último suspiro de un valiente juzgado y sentenciado a morir desde hacía ya mucho tiempo, cuando aquella bala le perforó el costado, atravesando su espíritu y condenando su alma.

El ajetreo a su alrededor le advirtió de la marcha del ejército español. Entraban en combate. Se pertrechó con todo lo necesario, se persignó y dio la orden a su regimiento de avanzar.

Tres días más tarde, el cuerpo sin vida del capitán Arredondo fue registrado por un guerrillero marroquí en busca de objetos de valor. En lugar de eso, lo único que encontró fue un sobre sellado con unas palabras garabateadas rápidamente en el borde 'Nos vemos pronto'.


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