GAL (I)

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Mi nombre es Eireann Meraki. Soy la hija del Gobernador y heredera directa a la soberanía de Kairos. Los dos hombres que estaban a cargo de mi seguridad fueron asesinados justo antes de que me secuestraran. Este es un mensaje para mi padre: si quieres que siga respirando, atenderás a las demandas que exijan aquellos que me tienen retenida. En caso de no querer aceptar estas condiciones, seré quién pague las consecuencias.

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La pantalla del ordenador se tornó oscura y Erin desapareció. Gal presionó todas las teclas que se le ocurrieron, deslizó los dedos por el touchpad del ordenador portátil, pero nada hizo que el rostro de su hermana pequeña volviera. Se había evaporado tan rápido como se había materializado frente a sus ojos.

No podía creerse que Erin hubiese sido secuestrada. La seguridad de Agora era férrea, pero no inquebrantable. Bien lo sabía ella. Durante mucho tiempo se había movido por toda la isla como una sombra, convirtiéndose en la pesadilla de sus guardaespaldas. Quizás por eso fue tan sencillo dejar atrás las riquezas de la isla y adentrarse en las entrañas del Krav.

La lluvia era lo único que se escuchaba al otro lado de las paredes del cuartel. Desde que había abandonado el hogar familiar, aquella fue la primera vez que había sentido terror. Ni siquiera las incursiones a la zona cero habían podido con ella. Sin embargo, en ese momento estaba temblando. Se negaba a pensar que pudiera pasarle algo a Erin. No mientras ella estuviera viva. Por eso necesitaba abandonar las instalaciones del Krav de inmediato y partir hacia la que había sido su casa.

Mientras metía algo de ropa en una raída bolsa de viaje no dejaba de pensar en cómo debían de sentirse sus padres. Sobre todo su madre. Zana siempre había sido una mujer con un carácter afable, pensaba en los demás y era capaz de ver lo bueno en todas las personas. Había intentado inculcar esa empatía en Gal, pero su hija no era más que la viva imagen de su padre: de espinosa y molesta indiferencia. Erin, por otra parte, se había convertido en la mejor versión de las Meraki.

—Capitana.

Gal no paró en su tarea, pese a que brevemente se volvió para observar a la figura que se había presentado en su dormitorio.

—Me voy, Knox.

No se molestó en usar el consabido respeto militar con su Teniente; no estaban de servicio y eso la eximía de cualquier culpa. Además, hacía demasiado tiempo que ambos habían traspasado la barrera de lo estrictamente profesional.

—No te voy a detener si eso es lo que piensas.

—Entonces, ¿a qué has venido?

Gal se detuvo y lentamente se giró para observar a su compañero. Hacía diez años que se conocían y después de tantas jornadas compartiendo la intemperie de las Qerach, podía adivinar lo que estaba pensando.

Knox era alto, de ojos azules y cabello castaño. De todas las cosas que Gal podía destacar de su Teniente, había dos que no soportaba de él: la forma en la que su cuerpo se musculaba y toma una posición regia para el combate cuerpo a cuerpo; y la mueca de suficiencia que decoraba sus labios en ese instante.

«Sé lo que pretendías, Meraki», le decía sin necesidad de abrir la boca.

—Vengo a asegurarme de que no haces ninguna tontería.

—Han secuestrado a mi hermana —bufó, sacudiendo la melena oscura—. Haré más de una tontería.

—Y por eso tengo que escoltarte a casa de tus padres.

—No necesito escolta.

—Eso es lo que le dije al Coronel —replicó Knox ladeando el gesto—, pero no quiere que tomes parte.

La Bahía de los Condenados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora