Capítulo 18: La caza ha comenzado.

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Sabía que mi madre estaba llorando antes incluso de salir del baño y escuchar sus sollozos en el piso de abajo. Seguramente en el salón; tal vez, en la cocina. Ni estaba segura, ni pensaba bajar para descubrirlo. ¿Por qué darle más atención cuando yo era el foco de ésta, y cuando yo era la única con derecho a estar llorando cual magdalena desconsolada, a la espera de un milagro que no iba a producirse?

Me metí en mi habitación sin más ceremonia que el portazo de rigor, para que mis padres supieran qué me parecía aquello a lo que me obligaban a enfrentarme. Sola. Y, de paso, para martirizar un poco más a mi madre, la mujer que me había dado las vidas (la metafórica y la real) para luego quitármelas.

Nunca había pensado que fuese mala persona, pero, después de ver lo que me estaba haciendo, ya no estaba tan segura.

Lejos de ponerme a hacer las maletas y empaquetar todo en mi habitación, me limité a sentarme en la cama y contemplar mi ambiente. Allí se estaba a gusto. Nada podía hacerme daño siempre y cuando me mantuviera dentro de aquellas cuatro murallas, custodiadas por cuadros o bien fotografías de las mujeres más poderosas de aquel siglo, y del anterior. En la cima de todas ellas, Elizabeth Taylor, contemplando a las demás con altanería, engalanada en el traje que había llevado en la Cleopatra que le había asegurado la eternidad.

Al lado de ésta, la puta Katherine Hepburn, que había renegado de todo lo que tenía (mi mundo) a pesar de ser una de las que más talento tenía para vestirse en moda.

Una frente a otra, la otra Hepburn, la reina de la elegancia, y la reina de la sensualidad. Marilyn y Audrey, que se contemplaban sonrientes a pesar de pertenecer a mundos radicalmente opuestos.

Y las más cercanas a mí, mis favoritas: la diosa de ébano y la princesa nívea; Naomi Campbell y Barbara Palvin. Una lástima que el tiempo hubiera hecho estragos en la salud de Naomi; me habría encantado conocerla a fondo, y no sólo limitarme a contemplar con horror cómo saltaba en las noticias el letrero que anunciaba su trágica muerte, sabía Dios dónde y cómo, cuando yo era pequeña y no podía hacer más que girar la cabeza y preguntarme qué ocurría, por qué mi madre se mostraba tan conmocionada, por qué mi padre la miraba en silencio con los labios apretados.

Por suerte, Barbara era un poco más joven, y había sabido combatir al mayor enemigo de toda mujer, el tiempo, de la forma más fiera posible; lucía arrugas, era irrebatible, pero mantenía la belleza serena y feliz con la que había nacido.

Memoricé cada detalle, cada frasco de las colonias a las que había obsequiado con el privilegio de posarse en mi piel, cada libro de diseño y de historia de la Moda, cada número especial de la Vogue o cada portada en la que me habían permitido aparecer, preguntándome cómo haría para trasladar aquella habitación de ensueño, mi Edén privado, a 9000 kilómetros de distancia y a 8.000 de altura. No iba a ser fácil, pero tampoco era imposible.

Si habíamos mandado hombres a la Luna, bien podían ayudarme a mover mi puta habitación de la Ciudad que Nunca Dormía a la Ciudad Vieja del Humo.

Oí pisadas acercarse hacia mí por el pasillo, y deseé con todas mis fuerzas que papá se alejara de mí, que no entrara y me concediera unos minutos más de estudio incesante. Tal vez los ingleses tuvieran la manera de imprimir muebles directamente del recuerdo de sus dueños; por si acaso, yo iría a aquel infierno lluvioso preparado.

Unos toquecitos en la puerta despertaron al dragón feroz que había dentro de mí. Apreté los labios, entrecerré los ojos, y estudié el inmóvil pomo de la puerta.

Chasing the stars [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora