ERIN (I)

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Agazapada en la esquina de su improvisada prisión, Erin sintió los ojos resecos y la garganta rasposa. Se había pasado buena parte del tiempo llorando, sollozando y gritando pidiendo auxilio. Únicamente había recibido la visita de sus secuestradores cuando, estos, habían querido que leyera sus peticiones.

Pese a todo el poder que sus padres tenían, desconocía si Athos estaría dispuesto a dar su brazo a torcer y acceder a las demandas de los secuestradores. Ni siquiera por ella. En todos los años que la familia Meraki llevaba gobernando Kairos, nunca se habían dejado amedrentar bajo ninguna amenaza. Ésta, simplemente, traía consigo un ataque directo contra la familia soberana.

Erin se movió con torpeza bajo la oscuridad y se pasó las manos por la cara, quitándose los restos de lágrimas perdidas. Tenía las muñecas en carne viva a causa de las ataduras que la mantenían maniatada. En vano, intentó zafarse de las bridas. Primero usando sus dientes y después retorciéndose para que cedieran. Lo único que consiguió fue hacerse más daño.

En un momento como ese, se preguntó qué es lo que haría Gal en su situación. Una soldado del Krav como ella seguro encontraba alguna manera de escapar. Aunque estaba segura de que su hermana no se hubiese dejado atrapar. 

En las correspondencias que había intercambiado con la capitana, siempre que le había preguntado por lo que hacía en sus misiones para el Krav, se había mostrado esquiva. Y pese a ello, Erin no podía mas que mostrar un henchido orgullo por lo que hacía Gal. Le hubiese gustado poder ser un poquito más como ella: más valiente, más fiera... menos Erin.

El sonido estridente de la puerta al abrirse la hizo encogerse. Su destino era incierto y las únicas imágenes que acudían a su mente eran brutales.

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Había abandonado el cobijo del Archivo de Agora tras estar horas estudiando, y había caminado con celeridad bajo la tormenta. El aparcamiento se había encontrado más oscuro de lo habitual y, aunque Erin no había sospechado nada, debió intuir que algo no iba bien.

El coche de su familia estaba aparcado más lejos de lo común. Por norma general, en cuanto Erin se acercaba lo suficiente, el motor comenzaba a rugir levemente y las puertas se abrían automáticamente. En aquella ocasión, el automóvil pareció estar vacío. Se acercó a la puerta del piloto y golpeó con los nudillos sobre el cristal. Sin obtener respuesta de Dekel —uno de sus guardaespaldas— tiró de la manilla de la puerta del coche y comprobó que estaba abierta.

Un grito ahogado escapó de su garganta cuando vio los dos cuerpos aún en sus asientos. La sangre manchaba, no sólo sus trajes, sino también buena parte del interior del vehículo.

Erin reculó asustada, tapándose la nariz y la boca. El olor ferroso de la sangre, le hacía sentirse mareada y una arcada regurgitó de su estómago. Aunque sabía que tenía que salir de allí cuanto antes, el pánico la dejó clavada al suelo.

Recordó que los miembros de la Guardia del Gobernador llevaban consigo equipos de comunicación de gran alcance. Su única vía de pedir auxilio era tomar el receptor y avisar de lo que había pasado. La mano le temblaba y la idea de acercarse mínimamente a ninguno de los dos cadáveres no le hacía especial gracia.

—Yo que tú no haría eso.

La joven Meraki se volvió. No reconocía a la fémina que tenía frente a ella, menos su voz, y Erin conocía a todos los habitantes de la isla.

—¿Quién eres? —Le tembló la voz al hablar. 

Aquella desconocida no era de Agora, pese a que su ropa parecía indicar lo contrario. Los aros plateados que decoraban una de sus orejas la delataban; únicamente los habitantes de Jevrá llevaban esa clase de accesorios.

La Bahía de los Condenados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora