Una Bala

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El minutero del gran reloj del pueblo, ubicado en el edificio del ayuntamiento, recorría lentamente su rutinario camino. En las calles, hombres y mujeres se apresuraban a llegar a sus casas, mientras el sol coronaba el cielo en aquel caluroso día. Incluso el buhonero, que se había instalado cerca de los bebederos de los caballos para vender un mejunje extraño, había arreglado sus cosas dos horas antes y había salido del pueblo como si el propio diablo lo estuviera persiguiendo.

Bajo su sombrero de color negro, en sus buenos tiempos pero ahora desteñido por el tiempo y el sol, el sheriff Carson esperaba que dieran las doce en punto. Sus ojos, dos pequeñas canicas grises que reflejaban la masculinidad y rudeza que pedía el puesto que ejercía, apuntaban hacia el otro lado de la calle, allá, por donde tendría que aparecer su rival.

El sheriff sacó el pañuelo que guardaba en su bolsillo y se lo pasó por el rostro. Tras la ligera tela pudo sentir las arrugas en su piel, su barba de varios días y esa cicatriz que cortaba su boca muy cerca de la comisura del lado izquierdo. Era de las pocas veces que se sentía nervioso, sentía su sudor frío y la boca completamente seca. Y no era de sorprenderse, un duelo a muerte contra uno de los pistoleros más buscados era cosa seria. Se prometió un buen trago de whisky en el bar de Kathy y quizá, solo quizá, aceptar los cuidados de una de sus chicas si salía vivo.

El reloj del ayuntamiento marcó las doce menos tres y el sheriff pudo escuchar el sonido de la manecilla al moverse. Solo dos minutos para que todo empiece y diez segundos más, después de eso, para que termine.

Desde los sucios cristales de casas y establecimientos, decenas de ojos miraban curiosos, moviéndose de un lado a otro, primero al sheriff y luego al punto opuesto, para ver si el pistolero llegaba. En el bar de Kathy, todas las chicas se habían ocultado en el piso superior para evitar que alguna bala perdida las encontrara a ellas, no sin antes proteger, en el piso de abajo; botellas, vasos y demás objetos y cerrar las puertas para que nadie ingrese hasta que el tiroteo haya concluido.

Doce en punto y el sol parecía emocionado por el brillo y el calor que se sentía en ese momento. Doce campanadas sonaron, ese día cada campanada sonó más lúgubre que la anterior, como el preludio por lo que iba a ocurrir momentos después.

A lo lejos una sombra avanzaba lentamente, haciéndose más grande con cada paso. Era él, Angus, ojos azules, Blackwood. Un tipo alto y que no parecía gozar de buena salud por lo delgado que se veía y lo demacrado de su avejentado rostro. En el pasado una bala le alargó la sonrisa por el lado derecho y ahora esa herida era cubierta por una pañoleta roja.

—¡BLACKWOOD! —Gritó el sheriff.

Con un dedo, el aludido levantó el ala de su sombrero para ver mejor a su oponente pero no se detuvo hasta estar a menos de tres metros del comisario del pueblo.

—Buenas tardes, sheriff. —dijo el bandolero con voz seseante, como si fuera una serpiente de cascabel.

Los grandes ojos azules de Angus se fijaron en la estrella dorada que brillaba en el pecho de Carson. La pañoleta del bandido se abultó en los lados y el sheriff lo tomó como que le estaba sonriendo.

—¿Tiene comprado ya su ataúd?

—Hay uno comprado pero no es para mí.

Blackwood sacó su revólver y delante de Carson cargó el tambor con seis balas nuevas. Una vez terminado, dio media vuelta y se alejó varios metros. Ambos hombres se miraron a la distancia, sus dedos bailaban ligeramente sobre las fundas de sus revólveres. Los ojos curiosos no se habían alejado de las ventanas desde que Ojos azules había llegado.

No soplaba ni la más leve brisa, como si el mismísimo viento hubiera contenido el aliento y ni siquiera los gatos callejeros se dejaban ver.

El sheriff dio un paso hacia adelante y las espuelas de sus botas hicieron un suave sonido metálico. Una gota de sudor bajó desde su sien y resbaló rápidamente hasta su barba. La tensión que sentía el hombre era demasiada, quizá si tuviera unos diez años menos un duelo no sería tan preocupante pero no se encontraba en su mejor momento.

—¡DESENFUNDE! —Gritó Ojos Azules.

De pronto, como si uno fuera el reflejo del otro, ambos desenfundaron. Los revólveres gritaron y el sonido se propagó como una ola en todo el pueblo, los vidrios temblaron ligeramente en sus marcos y quienes estaban mirando, se sobresaltaron.

Luego del primer disparo, el silencio del desierto se adueñó de todo. El tiempo pareció detenerse y los habitantes se quedaron de piedra por un momento mientras veían la escena final de aquel rápido pero mortal duelo.

El primero en salir no se animó a hacerlo sino hasta varios minutos después de que todo acabase, pero una vez salió, el resto del pueblo le siguió con lentitud. Nadie creyó la escena que veían sus ojos, la viuda Collins, una mujer que trabajaba como costurera, no aguantó y vomitó dentro de un barril vacío al tan de cerca el cadáver, con un agujero de bala en la frente que seguía manando sangre y pequeños pedazos de hueso y sesos se escurrían hacia afuera del cráneo.

Solo se necesitó una bala y decirlo así lo hacía ver fácil pero todo el pueblo sabía que no fue sí. Incluso el propio sheriff jamás olvidaría esa horrible sensación en el estómago cuando tuvo a Ojos Azules Blackwood frente a él, apuntándole con su revolver desde la cadera.

El desván de las ideasWhere stories live. Discover now