MOMENTOS

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 La veía cada noche cuando sonaba la hora de la brujas en el campanario y la luna bostezaba de aburrimiento en lo alto del cielo. Cada noche a las doce salía de la ducha con la piel enrojecida por el calor del agua y el pelo envuelto en una toalla. Se secaba metódicamente delante de la ventana abierta, haciendo que cada movimiento fuese un flujo de erotismo constante. Con una suavidad innata seguía el contorno de su cuerpo con la toalla, secando sin frotar, entreteniéndose más de la cuenta en sus pechos y en su ingle.



         Después venia la crema hidratante, todo un ritual para sus ojos y sus sentidos, que extendía lentamente por todo el cuerpo con suaves movimientos circulares, desde el cuello hasta la planta de los pies.

Cada vez que con las manos llenas de crema seguía el contorno de sus pechos o de su vientre, los pezones se endurecían como si recordaran otros momentos vividos en compañía, y él, desde su pedestal de piedra, envidiaba con todas sus fuerzas al hombre recordado por ese cuerpo recién lavado.


         Después soltaba el pelo, mojado y enmarañado, y lo peinaba con el cepillo, lentamente, mirándose al espejo, aún completamente desnuda, sin pudor ni vergüenza. Lo secaba con el sacador, un suave zumbido apenas adivinado desde tanta distancia, y él sabía que se acercaba el final por hoy, pues pronto cubriría su cuerpo con el camisón y apagaría la luz, dejando su alma encerrada de nuevo a oscuras.


         Intentó mirar el cielo, consolarse con el brillo de las estrellas, pero su cuello de piedra no se movió.


         “Eres una gárgola— se dijo con resignación—. ¿De veras creíste alguna vez que podrías escapar a tu destino?”


         Y allí se quedó, en lo mas alto de la torre de la catedral, con el cuerpo deformado por el tiempo y el frío, recorrido por tremendas grietas, los ojos de piedra fijos en la ventana sin luz y la boca abierta en una terrible mueca, esperando, siempre esperando, la medianoche siguiente, en la que ella salga de nuevo de la ducha, con el cuerpo mojado y los ojos brillantes, lo mire a través de la ventana e inicie de nuevo el ritual, sólo para él, sólo para sus ojos de piedra, sólo para su alma.

—II—

Estar sola y sentirse sola son dos cosas completamente distintas. Claudia no estaba sola. Tenía padres, tenía hermanos, tenía amigos… incluso tenía un medio novio que a veces se quedaba a dormir con ella. Nada serio, por lo menos de momento, pero ahí estaba, con sus anchos hombros, un buen lugar en el que apoyarse en los malos momentos. Claudia tenia mucha gente a su alrededor, sí.


         Y sin embargo se sentía sola. Si le hubieses preguntado no habría sabido explicarte por qué; no había motivo ni razón para tener ese enorme agujero en el estómago que parecía engullir toda la felicidad que era capaz de conseguir, ni para que se le cerrara la garganta cada vez que abría la puerta para entrar en el pequeño apartamento donde vivía. No tenía por qué tener esas extrañas ganas de llorar abrazada a la almohada, deseando algo que no estaba allí y que ni siquiera sabía qué era.


         Fue al médico, por supuesto, y cada día se tomaba muy obedientemente los antidepresivos que le recetó, pero no llenaron el vacío que había invadido su alma.


         La tristeza se fue apoderando poco a poco de Claudia aunque lograba disimularlo ante los demás riendo más que nunca; no quería tener que dar explicaciones a nadie, porque tampoco sabría qué decir.

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