El horizonte, longevo y profundo, le consolaba la confusión. Ese horizonte recién nacido, sin embargo, viejo, era una imagen lineal que acompañaba el paseo efímero del alma que divagaba. Un hombre, dejando marcas fúnebres en el camino de arena, velaba a la deriva del viento frente a un dócil y cristalino mar. A cada pisada, el viento sonaba en su mente, mostrando pequeños destellos de lo algún día fue, mostrando películas confusas que no dejaban de ser un atormentar del ser.
Era un camino pálido el que seguía, en una costa que pintaba de azul sus recuerdos, hermoso desvanecer, una ida al cielo pero todavía en su crisálida mental que le reprimía de lo que alguna vez él conoció como el paraíso, claro estaba que ya no lo sabía, y que el cielo nunca estuvo encerrado entre nubes y laderas, como aquellos ansiosos por la iluminación pintaban en sus textos y discursos lacerantes en opiniones ajenas. Luces y salones efímeros era lo que quizás recogían sus débiles manos. Estaba claro que llevaba algún tiempo caminando entre pérdidas y lúgubres rastros de arena entusiasmada ante el paso de un extraño.
Sus manos, pálidas, deshechas, empapadas, temblando al viento blanco que sumergía sus dolores en el alma, eran manos de fallecido, eran manos de aquel que no vive pero camina entre los dichosos, pero esto él, en su nublada y ocupada conciencia, no le hacía comprender su estado, su pérdida.
No habría comido ya en bastante tiempo, suficiente como para dejar ver sus carnes rotas y dormidas sobre sus malheridas ropas, que alguna vez brillaron con el papiro de los poetas, con las ofrendas de los gentiles y con las platas de los barcos.
Se encontraba en el barco más grande del mundo, el barco que competía con Dios, era esta bestia tan humana como muerta la que luchaba por convertirse en su propio desastre natural, en las propias olas, en el medio de transporte que abría repentinamente los maltrechos y heridos hoyos del océano. A Dios no le había sentado bien que tal bestia imponente, musa del hombre, destrucción natural, que eso que alguna vez fue polvo y madera, estuviera surcando sus mares, una osadía no podía ser perdonada por el que todo lo ve.
La bestia crujió de dolor ante un pico rocoso que como lanza cruel habría las entrañas reforzadas de árboles dolorosos que deseaban volver a sus bosques. La bestia dormía, como duermen los demás monstruos al fondo del mar.
El hombre, quien era dueño de su propio amor, de una princesa que descansaba consolando al alma en pena de la bestia, caminaba doloroso, olvidando que, no era un momento, sino días, los que habían llevado su alma por la costa, una costa no tan larga, no tan repetitiva, solo un pequeño agujero en dónde llegaría a parar el mal augurio, en donde el hombre repetiría una escena final, fulminante, hasta que Dios se hubiera divertido lo suficiente como para soltar al creador de esa bestia, ya que el infierno no es otro más que la Tierra, y el humano ha obligado a Dios a aceptar a todo mundo en su Reino.
Unos pocos metros costeros infinitos para un hombre, quien se preguntaba: "¿Cómo es que habré caminado tanto, y siga aquí la cara pálida de esta princesa?"
"Hermosa", le decía a su amada inerte, fallecida, flotante en el mar, mientras el sol se comía el resto de su cordura.
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Aventuras De Desventura
Historia CortaExisten, en esta realidad frágil que llamamos vida, desgracias. Desgracias cuya finalidad no es más que un gran capricho, ya que así es la vida, caprichosa e incoherente. Qué ha decidido la vida para el quejumbroso mundo, cuantos cuervos desalmados...