Pregunta

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En el centro de la habitación había una mesa grande y hermosamente tallada cubierta con un mantel negro y la estatuilla de mármol de un ángel con cuernos. Sentadas a la mesa había tres mujeres jóvenes que parecieron no reparar en la figura que ingresaba. Sobraba una silla.

El hombre se acercó de a poco a cada una de las damas y les hizo la misma pregunta cada vez.

La mujer rubia, que estaba sentada junto a la pared y miraba fijamente a través de la ventana hacia algún punto lejano del valle con la barbilla apoyada en las manos abiertas, le dijo, sin mirarlo siquiera, que ella no tenía la respuesta y que dependía de él encontrarla. Quizás podría guiarlo un poco en su búsqueda pero no resolver su problema. Ella se dedicaba a otra cosa totalmente diferente.

Al hombre no le gustó la respuesta y se desanimó, pero aún tenía opciones.

La segunda mujer se veía muy nerviosa y no dejaba de pasear su mirada por todos lados en frenéticas ráfagas con el gesto transformado por algún terror invisible, pero ella sí lo miró a los ojos por unos segundos, suavizó los rasgos en su rostro y le habló en tono suave y melodioso con frases breves y directas: A mí no me preguntes. No sé nada. Tengo miedo, siempre tengo miedo y no sé nada. Luego volvió a su ritual.

Al hombre le dio pena esa mujer asustada y a punto estuvo de preguntarle qué ocurría, pero no se decidió.

Del otro lado de la mesa la mujer de vestido negro lloraba en silencio y la pintura de sus ojos le corría en finas líneas por las mejillas. No se preocupaba por secar sus lágrimas pero sí por peinar cuidadosamente con las manos desnudas su largo cabello oscuro. Ella lo miró de reojo primero y fijamente después, pero no dijo una palabra. Siguió peinándose y llorando, ahora un poco más intensamente.

El hombre estaba cansado y casi resignado, pero intentó una última cosa: Se paró frente a la cabecera de la mesa y les hizo la pregunta a las tres a la vez.

La mujer rubia desvió la mirada de la ventana, la mujer asustada se calmó de repente y la del vestido negro dejó de llorar. Las tres hablaron al mismo tiempo sin moverse de sus asientos: Sí, es hora de morir aquí. Es hora de nacer del otro lado. Estás listo.

El hombre se emocionó. La angustia que sentía se volvió paz. La vista se le nubló por lágrimas tibias que empezaron a rodar hasta una amplia nueva sonrisa. Murmuró un tembloroso Gracias y quiso dejar la habitación pero sus piernas no le respondían, no parecían suyas. Intentó una y mil veces pero no pudo moverlas. Cambió la sonrisa por una patética mueca de asombro y temor. El cuarto, antes iluminado por la luz que se filtraba por la ventana comenzó a oscurecerse por un ocaso rojo enfermizo. Se desesperó. Las mujeres habían vuelto a sus tareas y sus figuras se perdían en la luz tenue. Comenzó a gritar pero no lo escuchaban. Lloró y suplicó. La oscuridad bajaba sobre todas las cosas y ya casi no veía nada, pero podía sentir a las mujeres levantarse y acercarse a él lentamente. Ahora reían con una risa baja y suave, una risa maldita e irreal. Sintió frío y comenzó a temblar.

Ahora vagaba en un pequeño mundo de frío y miedo. No había más que oscuridad, la horrible risa cómplice de las mujeres... y ese nuevo hedor que se arremolinaba a un paso de él. Por momentos se sentía desvanecer y deseaba poder hacerlo, pero ese olor penetrante lo despertaba y devolvía al frío y la penumbra. Las risas se sentían ahora junto a su oído.

Una garra áspera y filosa le rozó el cuello y su último grito lo hizo despertar.

Estabaen su cama y transpiraba. El pecho le subía y bajaba en golpes cortos. La luzde la mañana ayudó a que volviera a lo real pero igual le llevó muchos minutoscalmarse. Se sentó y apoyó los pies en el piso de mosaico. Bostezó, se frotó lacara con las manos y se enderezó. Cuando quiso caminar notó que las piernas nole respondían. Afuera comenzaba a oscurecer en un ocaso rojo y enfermizo.

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