Capítulo 1

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Llegué hace dos semanas a Dosgarville. Es un pueblo pequeño, no tiene más de cinco mil habitantes, aunque todos están dispersados aquí y allá. Nada comparado con la capital inglesa. Por lo menos, el tiempo es mejor. Estoy tan acostumbrado a la lluvia que casi me siento un vampiro cuando veo el sol. Sus gentes todavía se muestran algo reticentes a la charla. No sé quién soltó por su bífida lengua que soy detective, pero la cuestión es que medio pueblo (o más) lo sabe. Creo que aquí son bastante chismosos. Han contratado mis servicios y no tengo ni patatera idea (debo acostumbrarme al extraño dialecto local) de para qué. La carta me llegó un día cualquiera, y me extrañaba que en ella solo se mencionasen, de pasada, unos “sucesos extraños” que nunca antes habían ocurrido. Quizás esos acontecimientos sean una gigantesca e imponente tontería, pero en fin. Desde mi llegada al lugar, el tal Jacob Smith no se ha molestado en contactar conmigo, y eso me irrita en demasía. Soy del tipo de personas que no para quieto. Y ahora, me veo obligado a esperar en una casa que muestra un estado más que lamentable y que, pienso, se vendrá abajo conmigo dentro. No estoy diciendo que el pueblo sea cutre o esté “falto de tecnología”, pero sí que le vendría bien un aire nuevo y más joven del que se respira. La tranquilidad y carencia de actividad de Dosgarville demuestra que los habitantes sobrepasan, la mayoría, la treintena de edad (yo incluido). 

A lo que iba. Dosgarville, con suerte, cuenta con un centro médico, un supermercado minúsculo en el que apenas hay dos tipos de tés, varios parques con la hierba demasiado alta, y bares que deberían ser cerrados por el fétido olor que emiten. La única persona que mostró interés en cómo me encontraba era mi vecina, la señorita Emma William. Siendo sincero, había cautivado mi atención. A sus 28 años, ya era viuda. Al parecer, su marido salió a cazar, como todos los domingos, y fue encontrado al día siguiente siendo pasto de los lobos. Emma vivía en un antiguo caserón, gigantesco y bien conservado. Era, sin duda, el edificio en mejor estado del lugar. Pintado de blanco y azul, Emma lo decoraba con muchísimas plantas y flores, además de que mantenía el jardín del hogar en buenas condiciones. Aprovechando el agradable clima y su curiosidad hacia la cultura inglesa, me invitó a su casa.

Vivíamos a cinco minutos caminando. Dosgarville era un lugar idóneo para criar a los más pequeños de la familia. Lo más peligroso que podía suceder era que un desconocido te preguntase la hora. Así que los niños (de esa “especie” había bastantes en el pueblo, aunque luego se marchaban al superar la mayoría de edad) iban de un sitio a otro sin preocupaciones. La finca de Emma no estaba pegada a la mía, como en las ciudades, sino que se veía allá, en lo alto del pequeño montículo. Tenía unas vistas espectaculares, pero la cuesta… ¡Uf, la cuesta! Yo, que no me despegaba de la gabardina, y acostumbrado a usar el coche para todo, no imaginaba que la bastarda defendería tan bien su nombre. Cuando estuve delante de la reluciente puerta, extenuado, me permití la libertad de tomar un respiro. Me recoloqué la camisa, también el sombrero marrón, desaté y volví a atar los cordones de los negros zapatos, y empapando mis manos de saliva y usando el cristal de la ventana como “espejo”, me repeiné. Pom, pom. Toqué con los nudillos reiteradas veces. Unos segundos después, la puerta se abrió dejando ver una joven chica de cabellos morenos, que le llegaban hasta el hombro, y preciosos ojos verdes, que encandilaban incluso al más duro corazón masculino. Le sonreí, y ella a mí.

-Buenas tardes, señor Alan. Me alegra que haya aceptado mi invitación.

-Siempre es un placer salir de mi casa. Me cansa bastante el silencio.

-Pase, por favor, pase, no se quede ahí. En el jardín está todo preparado. –Se echó a un lado, y le hice caso.-

El interior de la casa afirmaba lo que venía sabiendo desde un principio: Emma cuidaba cien por cien el aspecto de su vivienda. Se mantenía con una pulcritud e higiene insospechadas en aquellos páramos, y los muebles irradiaban un aire rústico. La mayoría eran de madera o mimbre, y todas las estanterías estaban repletas de fotos de distintas épocas y personas. Parecía que querían contar la historia de la familia a base de imágenes. Además, la señorita Emma presumía de la agradable compañía (según ella) de un loro que lo primero que decía al verme entrar era: Finolis, finolis. Que detestable bicharraco. Pues sí, estoy acostumbrado a otro tipo de vida en Londres, y a una cultura diferente. No veo que eso fuera una causa justificable para que los habitantes de Dosgarville me odiasen, o por lo menos, desconfiasen de mi persona. Desde que pisé por primera vez el supermercado local e increpé al dueño por tener tan pocos tés ya me tienen en el punto de mira. ¡Que injusticia!

La anfitriona me guió a través de la casa para llegar a un privado jardín, rodeado de vallas de madera y árboles que garantizaban la intimidad. Allí, bajo la sombra de los manzanos, había predispuesto encima de una mesa varias tazas y pastelitos. Me quité la gabardina, la dejé sobre un banco y tomé asiento. Emma se colocó enfrente de mí.

-¿Café solo o con leche?

-Solo, por favor.-Agarró una de las tazas y me sirvió lentamente. Luego, hizo ella lo mismo. Aferré la taza entre mis manos y suspiré. Bebí un poco y después, eché una cucharada de azúcar en mi recipiente.

-Dígame, señor Alan, ¿se acostumbra a Dosgarville?

-Poco a poco, sí. Aunque usted ha sido la única persona que se ha dignado a intentar entablar una amistad conmigo.

-Bueno, no se preocupe. Somos gente muy cerrada a los extranjeros. Y ya sabe, hay bastantes lenguas que no hablan muy bien de usted. –Aquí Emma bajó un poco el tono de voz, como queriendo darle un toque más confidencial a la conversación.- Cuentan que usted viene solamente para… arrebatarle las tierras a los paisanos y comprarlas a nombre de alguna que otra empresa de ética cuestionable.

Solté una risotada. Dios mío, te muestras un poco maniático y te tachan de estafador. Sin duda, este pueblecito era, cuanto menos, de película. Pasé la mirada por todo el lugar solo para encontrarme de nuevo con los hermosos ojos de la dama.

-Señorita, andan muy, muy confundidos. El señor Jacob Smith me ha contratado para investigar unos acontecimientos extraños, pero todavía siquiera me ha visitado. No sé dónde vive, ni nada.

Observé el rostro de la mujer. Parecía más duro y serio de lo normal. Su sonrisa, casi siempre permanente, había desaparecido. Carraspeó, e intentó desviar la conversación lo más lejos posible del tema que yo quería tratar.

-Bueno, ya sabe, señor Alan, posiblemente esté bastante liado con sus terrenos.

La dama, de repente, comenzó a tener gestos cada vez más nerviosos. No paraba de arreglarse el pelo y beber una y otra vez de su taza de café.

-No lo sé, pero me gustaría informarme algo más sobre el caso que tengo entre manos.

Emma cogió aire y lo soltó, después, lentamente.

-Mire, señor Moore, le aconsejo que no se meta demasiado en asuntos tan pueblerinos. Luego no puedes escapar de ellos.-Intentó ofrecerme una sonrisa cómica, pero le salió demasiado sobreactuada.

-Yo debería juzgar, con todos mis respetos, qué asuntos merecen o no mi atención, jamás los demás.

Evidentemente, la agradable y cercana actitud que la señorita Emma mostró desde mi llegada se esfumó.

Pasó a tratarme de una manera cortés, pero dolorosamente fría. Después de acabar ambos el café apresuradamente, y casi avergonzados de la incomodidad que se respiraba en cada acción que llevábamos a cabo, me invitó, gentilmente, y a base de entramadas y bien hechas indirectas, a volver a mi casa. Por lo menos, mi extraña vecina tuvo el buen gesto de prometerme que hablaría con Jacob. No sé si para convencerlo de que mi presencia en Dosgarville no debería tener otro motivo más que personal (y no profesional) o para que me informase de una santa vez el porqué de mi contratación.

Volví a mi odiada residencia. El silencio la inundaba completamente. Y también se metía en mi cabeza. La noche alcanzó rápidamente Dosgarville, y la poca iluminación del pueblo entró en juego. Sentado cerca de la ventana, fumando una pipa a oscuras, me percaté de cuán extraño parecía todo. El mismo silencio que había a mi llegada me incomodaba ahora.

Tic, tac, sonaba el reloj. El viento movía los árboles y jugaba con las sombras. Una ráfaga entró en la pequeña biblioteca donde me encontraba. ¿O era su respiración? La de ellos, ya sabéis. ¿No notáis, igual que lo siento ahora, su aliento en vuestro cuello? Un escalofrío me recorrió entero. La luz de la farola exterior se apagó. Después de unos segundos, volvió. ¿Qué era eso? Oh, venga ya. Encima de una de las vallas de madera que separaban las tierras había una figura encorvada, de espaldas, con algo entre las manos. Apagón. Vuelve. Y estaba justo en frente de mi ventana, mirándome con unos ojos llenos de furia. Era un niño. Pero sus ropas no parecían de ahora. Su piel, demasiado grisácea para ser denominada como normal. Degollaba una pata de corderito. Su boca y dientes estaban llenos de sangre. Apagón. Y desapareció.

Lo que alberga la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora