Humo

1.2K 102 15
                                    

Je te disais tais-toi quand tu ne disais rien.

[Yo te decía cállate cuando no decías nada.]

Francis Jammes.



Se había alejado de todo y de todos. Apartado de las personas, resguardado por la naturaleza, rodeado de bestias. Bufo. Bestias, animal sin razón le llamaron, cruel, sanguinario, incapaz de amar a alguien que no sea él mismo. Juzgar es lo único que sabían hacer las personas, pero al hacerlo, ignoraban el daño infringido cual látigo recibía el juzgado.

Porque el peor juez, era uno mismo.

No comprendía el pensamiento humano, lo dejó de intentar el día que la puerta fue cerrada. Donde nunca más iban a volver a entrar individuos a lanzar cuchillas de doble filo, mientras él intentaba hacerse el desentendido, dejándose arrastrar por el olor y textura de la comida. Hizo oídos sordos cientos de veces, millones, ellos sangraban, pero era más fácil ignorar el río que las palabras.

La evasión funcionó por años.

Centenares de segundos transformados en sublimes caricias de algodón; amor convertido en chocolate esparcido por su cuerpo. Acepto cada maldita flor aun cuando las odiara, aprendió a tolerar a esos pequeños seres insignificantes, pero valiosos para él. Soporto las sonrisas, los besos robados, las escenas en la calle, el constante maltrato a su cuerpo con los acosos cuando él no estaba a su alrededor. Callo en demasía, al grado de enclaustrarse en la cocina o de nuevo ocurriría una masacre en la aldea. Sus uñas sufrieron un corte, pues sus palmas no soportarían más incisiones. Insufrible silencio.

Le enseñaron que sólo una mirada gritaba más que la voz; una caricia decía más que las palabras.

Ahora aquella puerta se cerraba, su cama se volvía helada y su cuerpo se acostumbraba nuevamente a la oscuridad.

El pequeño mapache en su regazo apresaba su cintura como una vez lo hicieron un par de brazos amorosos. No comprendía porque después de luchar tanto, simplemente se dejaba arrastrar por la corriente. ¿Por qué no seguir luchando, cuando fue él quien luchó por traerlo de regreso? ¿Tan poca valía tenía?

Él le repetía cual mantra que nunca volverían a estar solos, nunca digas nunca, le contestaba.

Nunca es mucho tramo incierto, agregaba. Odiaba no equivocarse.

Siete años de relación no fueron suficientes para aquella persona. No fueron nada, pero lo fueron todo para él. Cambio tanto que ahora se sorprendía de los hechos. Estaba cansado, deprimido, triste, pero sobre todo, decepcionado. Mostrar algo que no era, seguir normas de personas muertas y vivas, ambos, eran un fastidio. Ambos intolerables. Ahí, bajo la luz de la luna, con las piernas colgando del desván cual niño, meditaba. Recordó toda su vida, cada acción, gesto y sentimiento fue revivido una, otra y otra vez. No hubo cese.

Fue el perseguidor, perseguido, acechado y cazado. Obligado. Sometido a un amor rechazado por años.

No frenó las lágrimas que por estaciones fueron detenidas.

¿Por qué? ¿Para qué?

Si la persona que más amaba le había cambiado por un sueño, una realidad, que igual, decidieron ignorar. No dijo nada cuando las visitas de días se volvieron horas, las cuatro comidas en dos o una, el amor en sexo.

Callo y espero. Intentó por todos los medios cambiar la situación, más el veredicto ya estaba dado.

Él no era necesario, ya no más, y, cuando ese día llegó, le pidió un último beso, uno que le fue negado. El dolor... ¡oh! Ese sentimiento lacerante se sintió asfixiante, hacía mucho no lo sentía. La negación de un ósculo pequeñito fue el catalizador de las cadenas de la muralla de lágrimas. Silenciosas, tanto que sus oídos punzaban por ello. El rostro inexpresivo le observaba con indiferencia.

TabacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora