Prólogo

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La mayoría de los relatos que se cuentan en cada bar, cada hogar, en cada rincón de donde habitamos; tienen una enseñanza, el hecho de que su desenlace sea feliz o trágico es lo de menos, la idea principal de toda historia es la moraleja que está tenga, buena o mala da un aprendizaje.
Hace tiempo, cuando el imperio Romano invadía las tierras de Grecia, se relata que en el Olimpo, los dioses forjaron armas a los mortales para defenderse, cada una de estas contenía el poder de la deidad que lo creó: Hefesto, dios del fuego hizo una espada que lanzaba flamas y cortaba absolutamente todo; Hades dios del inframundo creó un cuchillo con la capacidad de abrir las puertas al inframundo; Poseidon no le quedo otra opción de ceder su poderoso tridente, el tridente que posee todo el poder de los mares y por último y el más importante, la arma de Zeus, la lanza que contiene el poder del rayo.
A pesar de estos grandes poderes, Grecia no fue lo suficientemente fuerte para defenderse del glorioso imperio Romano y en vez de ceder las armas decidieron esconderlas para que el César jamás las tuviera.
Desde ese entonces, numerosos pueblos han dado cientos de profecías acerca del día en que estas armas se encuentren; muchas de ellas relataban la llegada de una guerra, no sólo de mortales, una batalla de Dioses y hombres.
Esa profecía se cumplió, después de que el imperio Romano fue derrocado. Reinos encontraron estas armas y con estas quisieron conquistar todo lo que le llegaba la luz del sol.
Aquí entra nuestro relato, uno de estos afortunados reinos fueron los de las colinas del sur, hallado por Guillermo, un simple campesino que, gracias a la gloriosa «batalla del Olimpo» pudo convertirse soberano de estás tierras. Lo único que tenía era la arma que encontró, la espada de Hefesto y su hijo, Enrique, el heredero a la corona.
Esta es la historia de como la avaricia consumió el alma de esta familia, la familia real Villarda. Una enfermedad dada gracias a la arma del dios de la forja.

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