Era de noche en la playa. El mar se mostraba negro, con reflejos aquí y allá de una luna casi llena. No había luces artificiales en aquel lugar semivirginal.
Sintiendo la arena fina en sus pies descalzos, avanzó hacia el mar. En cuanto el agua le llegó a los tobillos, se percató de la peculiar calidez del líquido, y de su anómalo espesor. Le resultaron gratificantes aquellas sensaciones, así que la idea de seguir adentrándose en el mar le siguió pareciendo buena. Quería nadar un poco
Sintió el suave meciente de las olas indulgentes y tenues, y sonrió. Empezó a bracear con calma: había decidido que aquella noche sería de paz. Le apeteció sumergirse; quería experimentar toda la calidez, toda la tranquilidad de aquel mar que pertenecía sólo a aquella noche. Cuando volvió a emerger notó en sus labios otro sabor distinto junto con la sal, ajeno al océano. Era un persistente matiz ferroso, ¿y qué líquido cálido y espeso sabe por excelencia a hierro?. Aquel mar de sangre no tardó en aumentar su oleaje, no dilató más el momento de traerlo hacia lo profundo de su seno. Y en lo profundo, bocas carnívoras de procedencia indefinida lo devoraron.