Siempre me siento atraído por los lugares en donde he vi- vido, por las casas y los barrios. Por ejemplo, hay un edificio de roja piedra arenisca en la zona de las Setenta Este donde, durante los primeros años de la guerra, tuve mi primer aparta- mento neoyorquino. Era una sola habitación atestada de mue- bles de trastero, un sofá y unas obesas butacas tapizadas de ese especial y rasposo terciopelo rojo que solemos asociar a los tre- nes en día caluroso. Tenía las paredes estucadas, de un color tirando a esputo de tabaco mascado. Por todas partes, incluso en el baño, había grabados de ruinas romanas que el tiempo había salpicado de pardas manchas. La única ventana daba a la escalera de incendios. A pesar de estos inconvenientes, me embargaba una tremenda alegría cada vez que notaba en el bol- sillo la llave de este apartamento; por muy sombrío que fuese, era, de todos modos, mi casa, mía y de nadie más, y la prime- ra, y tenía allí mis libros, y botes llenos de lápices por afilar, todo cuanto necesitaba, o eso me parecía, para convertirme en el escritor que quería ser.
Jamás se me ocurrió, en aquellos tiempos, escribir sobre Holly Golightly, y probablemente tampoco se me hubiese ocu- rrido ahora de no haber sido por la conversación que tuve con
Joe Bell, que reavivó de nuevo todos los recuerdos que guar- daba de ella.
Holly Golightly era una de las inquilinas del viejo edificio
de piedra arenisca; ocupaba el apartamento que estaba debajo del mío. Por lo que se refiere a Joe Bell, tenía un bar en la esquina de Lexington Avenue; todavía lo tiene. Holly y yo ba- jábamos allí seis o siete veces al día, aunque no para tomar una copa, o no siempre, sino para llamar por teléfono: duran- te la guerra era muy difícil conseguir que te lo instalaran. Ade- más, Joe Bell tomaba los recados mejor que nadie, cosa que en el caso de Holly Golightly era un favor importante, porque recibía muchísimos.
Todo esto pasó, naturalmente, hace un montón de tiem- po, y, hasta la semana pasada, hacía años que no veía a Joe Bell. Alguna que otra vez nos habíamos puesto en contacto, y en ocasiones me había dejado caer por su bar cuando pasaba por el barrio; pero nunca habíamos sido en realidad grandes amigos, excepto en el sentido de que ambos éramos amigos de Holly Golightly. Joe Bell no tiene un carácter precisamente afa- ble, tal como él mismo reconoce, aunque dice que es por culpa de su soltería y de las malas pasadas que le gasta su estómago. Todos los que le conocen bien saben que no es fácil conver- sar con él. Y que resulta hasta imposible si no tienes sus mis-
mas obsesiones, entre las cuales se cuenta Holly. De las otras mencionaré el hockey sobre hielo, los perros de raza Weima- raner,
Our Gal Sunday
(un serial radiofónico de baja estofa que lleva oyendo desde hace quince años), y Gilbert y Sullivan: afirma estar emparentado con uno de los dos, no recuerdo cuál.
De modo que cuando, el pasado martes por la tarde, sonó el teléfono y oí «Soy Joe Bell», supe que tenía que ser por algo referente a Holly. No lo dijo, sólo:
-¿Puedes venir a toda mecha? Es importante.
Y su voz afónica temblaba de excitación.
Tomé un taxi bajo un chaparrón otoñal, y por el camino
llegué incluso a pensar que quizá Holly hubiera regresado, que quizá volvería a verla.
Pero en el local no había nadie más que el dueño. El bar de Joe Bell es un sitio tranquilo en comparación con la mayor parte de los que hay en Lexington Avenue. No ostenta neones
ni televisor. Dos viejos espejos reflejan el tiempo que hace en la calle; y detrás de la barra, en un nicho rodeado de fotos de estrellas del hockey sobre hielo, siempre hay un gran jarrón de flores frescas que el propio Joe Bell arregla con maternal cuidado. Eso es lo que estaba haciendo cuando entré.