I. Dos hermanos

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Las voces comenzaron a acallarse cuando el reloj tocó la medianoche. Dos docenas de rostros se volvieron sin disimulo hacia el extranjero que comía sentado junto a la ventana. El hombre estaba encorvado sobre su plato, desmenuzando el pan con los dedos para rebañar hasta la última gota de guiso.

Las campanadas todavía vibraban en el aire cuando alzó la cabeza. Doce pares de ojos le devolvieron la mirada sin pestañear. Enderezó la espalda, sorprendido y abrumado por el interés. Luego repasó mentalmente el número de campanadas y pareció comprender. Era el deber de los recién llegados, traer noticias e historias de los lugares que habían visitado. Pero lo que más entusiasmaba a la concurrencia, eran los cuentos y las leyendas de parajes lejanos. Él se llevó a la boca el último pedazo de pan, se bebió el último trago de vino y empujó el cuenco vacío al centro de la mesa.

Ajustándose el cinturón, se dirigió a la barra. Las miradas le siguieron mientras tomaba asiento y pedía una pinta de cerveza.

Había escogido el lugar con acierto; podía ver toda la fonda desde aquella posición y en consecuencia, todos podían verle a él.

El hombre tomó un trago de cerveza y se palmeó el muslo, señal que los más pequeños reconocieron en el acto. Varios críos abandonaron la sombra de sus padres correteando atropelladamente para dejarse caer a sus pies, expectantes. Él les lanzó una larga mirada y fingió sentirse defraudado por sus sonrisas desdentadas y los arrebolados colores de sus mejillas.

—Vamos a ver... —empezó, recorriendo la sala con la mirada. Solía haber mucha gente en la fonda durante las noches de cuentos y viejas historias, sobre todo familias que habían traído a sus hijos a escuchar, pero también hombres solitarios recién salidos del trabajo y ancianos medio sordos cuya mayor satisfacción era chafar a los oyentes el final de los relatos que ya conocían.

Los ojos del narrador se detuvieron en un rincón alejado del tumulto, donde una pareja de niños se recogían para no ser notados. Eran los únicos que no se habían acercado entusiasmados y se preguntó si la timidez tendría algo que ver. Uno tenía doce años, el pelo negro y los ojos del color verde de los pinos jóvenes; el otro rondaba los catorce, tenía el cabello castaño y los ojos marrones. El pequeño estaba inclinado sobre la mesa, con los ojos y la boca muy abiertos, como si de esa forma el sonido fuera a llegarle con más claridad. El otro estaba reclinado contra la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y aspecto de estar soportando el mayor tedio de su vida.

—Había una vez dos hermanos muy distintos. El mayor estaba hecho para la vida errante. Podía cargar con las alforjas más grandes a la espalda y subir las montañas más escarpadas sin que las piernas le temblaran. El pequeño prefería las grandes ciudades. Sabía sortear las multitudes como los salmones las corrientes más adversas y orientarse en laberintos de callejuelas que jamás había pisado. Sin embargo, los dos hermanos nunca se quedaban mucho tiempo en ningún sitio. Acostumbraban a acechar en los caminos y abastecerse en las tabernas, pero no se llevaban bien y por eso pasaban hambre y penas.

El hombre no apartaba la vista de los niños y estos comenzaron a removerse y mirarse entre sí. El resto de la fonda escuchaba en un silencio casi sepulcral, totalmente embebido por las palabras del extranjero.

—La culpa la tenía la madre, que era como un pájaro. No tenía alas, pero sabía dejarse llevar por el viento y con el viento corría de un lado a otro, arrastrando a sus hijos con ella. No era la clase de mujer que anidaba, que se sentaba junto al fuego con su labor de costura o se sometía a las órdenes de otros. Era testaruda, decidida, y vivía de lo que podía cazar en los bosques o robar en las tabernas que le salían al paso.

Los niños del rincón comenzaron a parecer asustados y mirar alrededor, pero nadie les prestaba atención a excepción del misterioso narrador.

—Ella no buscaba esa vida al principio. Cuando se había escapado de casa, lo había hecho para casarse con el hombre al que amaba, pero sus ambiciones se habían visto truncadas al quedarse viuda. Se había convertido en una superviviente y a la vez en una prófuga.

Una mujer asomó la cabeza desde la cocina. Tenía las mejillas arreboladas de pasar tanto tiempo junto a la lumbre, el cabello de un castaño rojizo y los ojos muy verdes. Rondaba la treintena y manifestaba firmeza, como si estuviera emparentada con esos peñascos que soportan las olas de un mar embravecido sin quebrarse ni sufrir erosión.

Los dos niños parecían muy inquietos cuando miraron más allá del extranjero para clavar sus ojos en ella.

—No huía solo de la justicia —continuó el hombre, evitando echar la vista atrás para ver lo que ellos veían—, también de un pasado que trataba de encontrarla. Su padre la quería de vuelta y no dejaba de mandar hombres a buscarla. Pero los años pasaban y ellos volvían siempre con las manos vacías. Entonces, un día decidió cambiar de táctica.

La mujer hizo una seña con la cabeza y el niño más pequeño se escurrió de su silla y correteó sin hacer ruido hasta las escaleras. De alguna forma, evitó todos los tablones que crujían y nadie advirtió que subía. Lo hizo con tanta rapidez, que el hombre casi se lo perdió al parpadear.

El mayor permaneció donde estaba, mirando al misterioso narrador con fiereza mientras la historia continuaba.

La mujer desapareció de nuevo en el interior de la cocina.

—Un hombre apareció ofreciendo sus servicios al padre. Tenía experiencia encontrando a personas que no querían ser encontradas y le aseguró que podía dar con ella. Aprovechando que estaba desesperado, le pidió mucho dinero. El padre aceptó su desorbitado precio a cambio de una única condición: los dos hermanos tenían que desaparecer. Eran bastardos y no los quería ver alrededor, comiéndose su comida y durmiendo bajo su techo.

El extranjero sacó una caja rectangular de su alforja y la puso sobre la mesa. Estaba lacada en rojo y decorada con relieves dorados. Le palmeó la tapa, como si fuera un perro hambriento al que había que calmar.

—«Tráeme aquí sus corazones y te daré lo que me has pedido» dijo el padre. «Eso está hecho» replicó el hombre.

El narrador sonrió y la audiencia se estremeció de espanto. Hubo niños que comenzaron a llorar y padres que agarraron a sus hijos y se marcharon. Sin embargo, fueron muchos los que se quedaron a pesar de la palidez que se había adueñado de sus rostros.

El niño del rincón ya no parecía tan fiero ahora que tenía el corazón desbocado. Nadie se movió cuando volcó la silla en su precipitación por huir y corrió hacia los establos. Tampoco nadie intervino cuando el hombre saltó de su taburete para alcanzarle. A veces era más fácil volver la cabeza y dejar que las cosas siguieran su curso.

La mayoría hundió la vista en sus pintas de cerveza y solo algunos aguzaron el oído para escuchar los gritos, pero el alboroto de los caballos tapó la mayor parte. Esperaron, a medias horrorizados y a medias expectantes, a que el hombre volviera con su botín en la mano. La caja aguardaba con el cerrojo quitado y la boca entreabierta, como mostrando los dientes. Pero los caballos se calmaron y el hombre no volvió. Los aldeanos contemplaron la caja durante largo rato hasta que el tabernero se la llevó. 

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La bestia del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora