DREA (I)

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El puerto olía a pescado podrido y salitre. Drea salió de la única clínica médica que existía en toda la bahía. Era pequeña, ruinosa y la mitad de las tablas de madera estaban podridas, igual que su dueña: una sanitaria del Krav llamada Tasia.

Sin dinero y sin un lugar donde cobijarse, Drea había pasado semanas antes de cruzar su camino con el de la doctora. Había sido un golpe del destino que sus caminos se encontraran.

Una trifulca en uno de los muelles había llevado a Drea a socorrer a un marinero apuñalado; el hombre en un vago intento por sobrevivir le había dicho a la muchacha que encontrara a Tasia, pero para cuando la mujer llegó hasta él ya había muerto desangrado. Las buenas intenciones de Drea llevaron a la doctora a tomarla bajo su cobijo. Le dio un camastro hundido donde dejarse caer todas las noches, tres comidas calientes al día y un trabajo como ayudante en la clínica. Con el paso del tiempo, la joven pasó de ser una simple pupila a una sanitaria ejemplar.

Drea se alejó de los muelles, recorriendo las serpenteantes y caóticas callejuelas de Anthrax. Durante todo el tiempo que llevaba viviendo allí, había aprendido a evitar zonas y problemas. Pero a aquellas horas de la noche era normal encontrarse de todo: pescadores borrachos, prostitutas, vagabundos intentando dormir bajo el primer balcón que encontraban, ladrones y todo tipo de maleantes que uno pueda imaginarse.

La noche había refrescado y una suave capa de lluvia caía como un manto, ocultando la Bahía bajo la bruma. Bajo un abrigo marino, Drea caminaba con gesto agotado. Debido a una emergencia, aquel día, había acudido más temprano de lo usual a la clínica. Y pese a que Tasia vivía en el piso superior del dispensario, hacía ya tiempo que sus manos no respondían como ella deseaba.

Un poco alejado del bullicio de las callejuelas de Anthrax, el hogar de Drea se erigía sobre el agua suspendido gracias a gruesos pilares de madera. Bajo él, se encontraba un pequeño embarcadero privado.

Drea subió los escalones que la separaban del comfort de su morada y abrió la puerta con suavidad para no despertar a su prometido. Para su sorpresa, al otro lado de la austera sala de estar, la luz de la cocina iluminaba el pasillo y un par de voces masculinas tapaban el sonido del mar.

—¿En qué estabais pensando?

—Pagaban bien.

—Y alguien tenía que hacerlo —añadió una voz femenina.

Caminando en silencio, Drea se acercó hasta la cocina con naturalidad. Frente a su prometido estaban sus dos hermanos menores: Kerr y Rina. Los mellizos se habían criado en las calles, robando y estafando a todo aquel que se cruzara por su camino con tal de conseguir algo que llevarse a la boca.

La mayoría de los huérfanos de Kairos eran originarios de los más bajos fondos de Jevrá, donde las familias no disponían de recursos para sobrevivir, ni mucho menos alimentar a los niños. Los más afortunados —como Kerr y Rina— eran adoptados por alguno de los clanes de la Bahía e instruidos en algún trabajo con el que ganarse el sustento; mientras que el resto, tenían suerte si llegaban a la veintena sanos.

—Drea, ya has llegado.

La voz de Holden sonó sorprendida ante la presencia de su prometida. Con gesto agotado, elevó la comisura de sus labios para sonreír a la morena, pero no se levantó de la silla. El hombre, pese a estar sentado, se notaba que poseía gran altura. Sobre su piel, las marcas del sol y la barba de varios días le otorgaban un aspecto desaliñado que aumentaba la edad de sus facciones; pero Holden apenas sobrepasaba los treinta.

Drea se acercó hasta él, apoyó las manos en sendos hombros ajenos y se inclinó lo suficiente para dejar un beso sobre lo alto de la cabeza de su prometido.

La Bahía de los Condenados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora