Prometeo

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Todas las noches despierta a la misma hora con la misma sensación irritante, se lava las manos aunque sepa que no hay tierra en sus uñas. No han importado realmente los dos años de terapia semanal, los calmantes prescritos o el cansancio acumulado tras las horas de trabajo. Él sabe que lo ha intentado, pero teme que no haya sido lo suficiente hasta ahora, pero hay culpas con las que las personas siempre cargarán, incluso a sabiendas de que no son suyas.

El cuerpo humano, a pesar de no ser el más resistente dentro del reino de los animales, puede soportar grandes dolores, incluso mayores de los que las emociones pueden. ¿Cómo puede levantarse cada mañana un hombre cuando su mente está quebrada y su espíritu simplemente le ha abandonado? El remordimiento es un cáncer que no mata pero tortura indefinidamente.

Sentado al borde del precipicio, como todos los ocasos de los sábados, tenía los ojos abiertos al infinito, sin importarle el frío viento otoñal o el constante canto de las aves. No importaba la maravillosa vista de postal que tuviera en la orilla de lo que ahora era la ciudad, pues para él ese siempre sería un camposanto, un constante recuerdo de su egoísmo. Ahí había sido el lugar donde vio a su familia por última vez cuando el Terrible Terremoto ocurrió.

Había partido la ciudad prácticamente a la mitad, dejando una extensa y profundísima grieta cuya oscuridad era impenetrable incluso en los días más luminosos. Se habían dado varias versiones sobre el origen de esto, las causas y cómo esto había sido una consecuencia. La versión oficial apuntaba al cambio climático y una supuesta respuesta del planeta a los maltratos de la humanidad sobre su recinto. Otros más conspiranoides decían que se había efectuado un experimento en el subsuelo de la ciudad, e incluso intentaban entrar a la grieta para conseguir los datos que corroborasen sus teorías, pero resultaba imposible. La verdad era indescifrable y, como ese sábado y cualquier otro, a él no le importaba. Conocerla no cambiaría nada. Entenderlo no le regresaría a su madre, ni a su padre o a su hermana. Y era ese su gran dilema.

Ese día para él había comenzado de una manera ejemplar, gratificante, alegre y excitante: viajaba en familia para celebrar su cumpleaños. Era la primera vez que lo hacían juntos desde más de cuatro o quizá seis años. Entre sus estudios, los de su hermana y el trabajo de sus padres no importaba que vivieran en la misma casa, podían pasar días enteros sin coincidir ni verse. Pero ese día era la excepción, ese era su día especial y lo estaban pasando bien. No importaba el tráfico, la gasolina o el radiante sol abrumando la poluta ciudad. Él estaba siendo feliz e incluso podía darse el lujo de sonreír.

Por la ventanilla del carro observaba, moviendo rápido los ojos como tanto le gustaba. En una calle podía ver a los comerciantes, compradores, mirones, asaltantes y amantes conjugados en un mismo momento, conviviendo como ilusiones más allá de la seguridad del auto. No solían haberle importado tanto las personas hasta que comprendió que era eso lo único separándolo de su destino: las muchas de ellas que había por doquier.

Al bajar la ventanilla la música dentro del coche escapó como un ave al abrírsele la jaula y una corriente de ruido y murmullos tomaron su lugar. Las voces de las personas, los gritos de otros, los motores de los coches y cada simple acción sumada a los otros cientos que le acompañaban creaban una capa de sórdido ruido inentendible. La ciudad estaba a su máxima capacidad y la gente lo único que hacía era gritar y gritar en ella, existiendo como gusanos asquerosos y replicantes. Cucarachas rutinarias e insalubres que iban por ahí, erráticas y estúpidas, dejando no más que basura a su paso.

Lo vio en una señora, tirando su basura en una esquina de la calle, en los hombres de los locales que gritaban por encima de la música de sus discos piratas. Lo vio en los bebés llorando y en los conductores pitándole al sordo semáforo.

El mundo es imbécil y debería callarse, somos tantos... alguien debería hacer algo pensó, sin darse cuenta de que su ceño estaba fruncido. Estaba irritado, haber bajado la ventanilla fue su error, ahora todos en el coche se sentían tan desesperados y encimados los unos con los otros como el resto de las personas sudorosas en la calle.

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