Seguía sin hacer nada, totalmente aburrida mirando por la ventana. Ahora estábamos pasando por una playa, me gustó tanto el paisaje que le saqué una foto, pero salió movida. A ver, el autobús estaba en marcha, no sé que esperaba que pasase.
Mi hermano seguía durmiendo, lo cual no podía hablar con nadie, además de que me imponía saber que el chico estaba justo detrás de mi. De vez en cuando no puedo negar que miraba hacia atrás, a ver qué hacía. Pero nada...
Ah, es verdad, ni siquiera me he presentado, soy estúpida: me llamo Aina, tengo dieciséis años y vivo en las islas Canarias, en Gran Canaria. Seguro que no entendíais por qué me aburría la excursión. Veréis, todo lo que nos rodea es agua y aquí no hay mucho que ver, he pasado por estas carreteras desde que tengo uso de razón y ya no hay nada que me sorprenda de esta isla.
–¿Qué piensas?
–¿Por qué quieres sab...? –me giré y lo vi de nuevo muy cerca de mi cara–. Espacio personal, por favor.
–Sí, sí, lo siento. ¿Aburrida?
–Mucho.
–Bueno, niños y niñas, ya hemos llegado al McDonald, podéis bajar uno por uno para sentaros. Pasaremos luego por las mesas para ver qué queréis –comentaron por megafonía–.
Iba a seguir hablando con él, pero se levantó, así que desperté a mi hermano y salimos del vehículo.
–Por fin, se me ha hecho eterno, qué aburrido –se quejó mi hermano.
–Dímelo a mí, al menos tú te has dormido todo el trayecto, te quejarás –nos reímos a la vez.
Entramos al local, al ser de los últimos en llegar, nos habíamos quedado sin sitio, bueno: me había quedado yo sin sitio. El pelirrojo de antes llamó a mi hermano porque le había guardado un lugar a su lado. Y, ¿Adivináis qué? Los hermanos de antes se habían quedado sin sitio también.
A los que sobrábamos, nos hicieron una mesa express alejados un poco de la humanidad, aunque yo no me senté, me quedé mirando el panel para ver qué había y preguntándole a mi hermano, Aimar, qué quería comer.
La señora ya había apuntado toda la comida y la fue repartiendo. En ese momento, me dio mi comida y pudo ver que yo me disponía a comer de pié, me cogió del brazo, agarró una silla y me llevó entre todas las mesas a ver dónde me ponía.
–No hace falta, de verdad, no me molesta comer de pié –dije.
–¿Cómo que no hace falta? No te preocupes, cielo, vas a comer sentada –me “tranquilizó” buscando algún hueco hasta que llegó a la mesa apartada de la sociedad–. Chicos, hagan un hueco para la niña.
Nadie hizo caso y nadie se rodó, analicé la mesa y vi que en una esquina de la mesa estaba ese chico y su hermano enfrente, lo cual había un hueco justo entre los dos.
–Este sitio está libre, señora –dijo el chico.
–Ay, muchas gracias, guapo. Siéntate aquí... Niña –casi me empujó para que me sentase.
Estaba de los nervios, el chico que me había llamado la atención dijo que me sentase casi a su lado, cerca de él, y no dejaba de sonreír. Yo, como una persona educada le devolvía la sonrisa, pero no me quiero imaginar a qué niveles estaba sonrrojada.
–Bueno y... ¿Cómo te llamas? –Me preguntó el chico.
–Eh... Aina.
–¿Aina? No lo había oído nunca, pero me gusta.
–Es bonito –dijo su hermano.
–Sí... Bueno, yo me llamo Ismael, él es Alejandro, mi hermano. Aunque, creo que te lo dije antes.
–No me dijistes tu nombre, pero sí que era tu hermano –sonreí.
–Bien –me devolvió la sonrisa.
Ahí, empezamos a hablar, nos fuimos conociendo un poco. En ese momento descubrí que no tenía diecisiete años, sino que tenía diecinueve, nada que ver de lo que aparentaba.
En el transcurso del tiempo no pasó nada, nos sacaron del local y nos llevaron a un parque cercano para hacer un par de juegos, esos típicos para entretener a los niños pequeños como: la cadena, el escondite, etc.
En uno de ellos hacía falta agarrarase de la mano para formar un círculo y luego... Si os soy sincera, no me acuerdo para qué era el juego ni en qué consistía, pero la cuestión es que había que darse la mano. Ismael estaba a un lado mío y yo estaba deseando que no lo estuviese, qué vergüenza, y no dejaba de pensar «tranquila, hay que hacerlo para formar el círculo, nada más, no te pongas así, no va a pasar nada, no vas a morir. Da igual que el que esté a tu otro lado tenga muletas y solo le vas a tener que dar la mano a Isma, no te preocupes» (conclusión, yo sola me estaba poniendo más nerviosa sin necesidad).
Dijeron que ya era momento de unir nuestras manos para formar el círculo y eso hicimos. ¿Qué fueron, treinta segundos? Los treinta segundos más largos de mi vida. Ya me había acostumbrado a tenerle de la mano, no dejé de pensar en mis cosas y cuando vuelvo en mí, me doy cuenta de que nadie se estaba dando la mano: menos yo y él.
ESTÁS LEYENDO
Tenían que ser dos.
Teen FictionEl amor adolescente no es nada fácil y menos la adolescencia, todos lo sabemos excepto Aina. Está empezando a sentir cosas que nunca había sentido antes y está muy confusa, más de lo normal, ¿se le complicarán las cosas?