Cap.2

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El evento no fue muy distinto de los otros que solía celebrar el colegio de
abogados: el lugar resultó soberbio y la comida, exquisita.
Antes de la cena, un abanico de camareras uniformadas se paseó entre los
invitados con bandejas de plata repletas de canapés variados y con copas de champaña
y de zumo de naranja.
Todo era muy elegante, observó _____. Los hombres iban vestidos de esmoquin y
las señoras con trajes de noche de diseño aportaban el toque de color.
Algunos colegas se pararon a saludarlos y pasaron un rato charlando con ellos.
Eran personas importantes a los que Justin siempre saludaba por sus nombres, sin
olvidar en ningún momento en qué despacho trabajaban.
— ¿Cómo lo consigues? —le preguntó _____.
El le dedicó una sonrisa que lo hacía aún más atractivo.
—Trucos mnemotécnicos —respondió con una chispa de humor en la mirada.
Durante los años que había pasado en la universidad, estudiando Derecho, había
practicado mucho y, en la actualidad, su memoria era una baza a su favor; admirada y
temida por todos sus colegas.
_____ eligió un canapé de la bandeja que le estaban ofreciendo y se lo llevó a la
boca, después, le dio un sorbo a su zumo de naranja; normalmente, habría elegido
champaña.
La cena transcurrió alegremente. La comida es tuvo soberbia y sus compañeros
de mesa resultaron bastante simpáticos, por lo que no le costó demasiado disimular su
estado de ánimo.
Justin debió de notar algo porque, aunque no dijo nada, en más de una ocasión se
lo encontró mirándola fijamente. Además, no se separó de ella en ningún momento y
ella fue perfectamente consciente de él, del suave roce de su mano en la cintura, de la
calidez de su sonrisa.
Solo tenía que mirarlo y sentía que el corazón se le aceleraba y las entrañas se le
encogían. Era una especie de locura sensual que la consumía y la derretía.
Aquellas manos fuertes y grandes podía hacer magia en ella, y con la boca... ¡Dios
Santo! Solo pensar en lo que esa boca podía hacerle le hacía perder el sentido.
Como si él lo supiera, le agarró la mano y entre lazó los dedos con los de ella.
Después, con el dedo pulgar le acarició la muñeca, justo donde la sangre le palpitaba
acelerada. Ella le clavó suavemente las uñas en la palma.
¿Sabría él lo que le hacía? No debía de tener la menor duda, admitió. Desde la
primera vez que lo había visto, había sentido ese magnetismo masculino que solo él
poseía.
Había una pregunta que necesitaba una respuesta, se dijo en silencio, y era cuál
sería el efecto que ella causaba en él. Sexualmente, lo que compartían era bueno.
Mejor que bueno: maravilloso. Ella habría podido jurar por su propia vida que lo que él
sentía no era fingido.
Pero ¿era aquello amor, o solo deseo? _____ tuvo que reconocer que no estaba
segura.
—Vámonos ya —le dijo Justin al oído—. Ya hemos cumplido.
Él entrecerró los ojos al ver la sombra de indecisión que cruzó por la cara de
ella. Parecía que se encontraba mal, pensó él. ¿Sería que estaba cayendo enferma?
Había admitido que había tenido un día difícil en el trabajo, lo cual no era muy propio
de ella; normalmente, se crecía con cada reto.
_____ no protestó, aunque solo de pensar en lo que iba a suceder a continuación,
se le encogía el corazón.
Aún les llevó un tiempo escapar de allí porque tuvieron que despedirse de un par
de colegas. Cuando por fin se montaron en el coche, permanecieron en silencio hasta
que llegaron a casa al filo de la medianoche. La hora de las brujas, pensó _____ con
ironía.
— ¿Quieres un café?
—No, no me apetece.
Justin se acercó a ella y miró preocupado la sombra de debilidad tan evidente en
su mirada. La agarró por la barbilla y le levantó la cara.
—Llevas toda la noche con los nervios a flor de piel —dijo con voz
aterciopelada—. ¿Por qué?
No le resultaba nada fácil decirle lo que le tenía que decir. Dudó un instante,
pensando en las palabras que había ensayado mentalmente, en la oficina, al volver del
trabajo, en el coche... y rechazó cada palabra.
— ¿_____?—la interrogó él—. ¿Qué te ha pasado? ¿Te han puesto una multa?
¿Te has excedido con la tarjeta de crédito? —dijo intentando hacerla sonreír.
Ella miró al cielo y negó con la cabeza.
— ¿No?—dijo, pasándole el pulgar por el labio inferior—. ¿Es algo serio?
¡Dios Santo!, exclamó _____ para sí. No te lo puedes ni imaginar.
— ¿Tengo que seguir haciéndote preguntas o vas a decírmelo tú solita?
Ella descartó andarse por las ramas y fue directa al grano:
—Estoy embarazada.
¿Fueron los años de práctica en los juicios los que lograron que no se le moviera
ni un músculo de la cara? No mostró ni sorpresa ni desconcierto y _____ respondió a la
pregunta que creía que él debía haberle preguntado.
—Esta mañana estuve en el médico y me lo confirmó -dijo extendiendo la mano
en un gesto de desamparo; después le explicó el motivo por el que había fallado la
píldora—. Pensé que seguía estando enferma.
Se había imaginado todo tipo de reacciones; pero nunca pensó que se quedaría en
silencio. ¡Dios Santo! ¿Por qué no diría nada? ¿Por qué se quedaba callado?
—No pienso considerar el aborto.
«Este niño es mío», gritó para sus adentros. «Pero tanto como tuyo».
—Nunca te lo pediría —respondió él.
Había pasado toda la tarde y toda la noche en ascuas sobre su posible reacción,
agonizando al pensar que la existencia de un bebé podría acabar con su relación.
—Nos casaremos -dijo él, de repente.
Ella se puso tensa.
— ¿Por qué? —preguntó en voz alta. « ¿Me amas?», añadió para su interior.
—Es lo más conveniente.
Ella sintió que el corazón se le hacía pedazos.
—No quiero un matrimonio basado en la obligación. Y estoy segura de que no
quiero que mi hijo crezca en un matrimonio sin amor.
Justin entrecerró los ojos.
— ¿Sin amor? —dijo con la mandíbula tensa—. ¿Cómo puedes decir eso?
— ¿Hemos pronunciado alguno de los dos la palabra «amor»? —él no lo había
hecho nunca. Y como él no lo había hecho, ella tampoco—. Somos compatibles
sexualmente —en una escala del uno al diez, ella le daba un veinte. Nunca había
experimentado nada parecido y dudaba de que pudiera conseguirlo con nadie más—.
Pero nunca hemos hablado de matrimonio y, mucho menos, de tener hijos.
_____ hizo una pausa, sabiendo que se estaba muriendo por dentro.
—Pero ahora estás embarazada.
—Pero no por eso tenemos que casarnos.
—No tenemos que hacerlo, pero te lo estoy proponiendo.
Ella le sostuvo la mirada con firmeza.
—Respóndeme con sinceridad. ¿Si no estuviera embarazada habrías hablado de
matrimonio?
«Por favor, dime que sí», le suplicó ella en silencio. «Acaba con mis dudas e
incertidumbres; solo tienes que decir una palabra».
La expresión de su rostro no cambió.
—Me imagino que sí, algún día.
Ella sintió como si le hubieran clavado un puñal en el corazón.
—No quiero que te cases conmigo por obligación—dijo haciendo un gran esfuerzo
para que su voz sonara normal.
— ¿Dos años juntos y aún me cuestionas?
—Dos años en los que los dos hemos sido libres para marcharnos —dijo ella con
calma—. Mi definición del matrimonio implica amor y permanencia. Hasta que la muerte
nos separe. Si hubieras querido algo así, lo habrías mencionado antes.
—Lo cual interpretas como que prefiero una relación sin ataduras.
—Sí.
— ¿Y no podrías estar equivocada?
«Sabes muy bien que me encantaría estar equivocada», le hubiera gustado decir.
«Te quiero. Me gustaría pasar contigo el resto de mi vida, como tu es posa, la madre
de tus hijos; pero no como la mujer con la que te sentiste obligado a casarte. Prefiero
estar sola que obligarte a algo que sé que no quieres».
—No lo creo.
—Pero no estás segura.
—No utilices tus tácticas de abogado conmigo. Ahórratelas para los juicios.
Sin decir una palabra más, se giró y se dirigió hacia su habitación. Agarró su
pijama, sacó algunas cosas del cuarto de baño y se marchó al cuarto de invitados. En el
camino se encontró de cara con Justin.
El llevaba la chaqueta en un hombro, se había aflojado la corbata y se había
desabrochado un botón de la camisa. Tenía un aspecto desenfadado que la volvía loca.
— ¿Qué se supone que estás haciendo? —dijo con los ojos entrecerrados.
—Voy a la otra habitación.
Ella pudo notar cómo se le tensaban los músculos de la mandíbula en un esfuerzo
por controlarse.
—De eso nada.
La suavidad de su voz escondía una advertencia que ella decidió ignorar.
—No quiero hacer el amor contigo.
La mirada de él se oscureció. Durante un instante, su expresión le recordó a una
pantera en el instante antes de saltar sobre su presa.
—De acuerdo. Pero vamos a seguir compartiendo la misma cama.
¿Y arriesgarse a sucumbir? Era demasiado consciente de que solo tendría que
ponerle una mano en la cadera, seguir el camino tan conocido hacia su vientre, buscar
entre los suaves pliegues donde se juntan las caderas, y se rendiría a él.
Cuando se quisiera dar cuenta, ya sería demasiado tarde y estaría perdida.
—No.
—_____...
—No —levantó una mano, y después la dejó caer—. Por favor —añadió-, ahora
mismo, quiero estar sola.
Fue ese «por favor» lo que le llegó al alma.
—Tenemos que hablar.
—Ya hemos hablado —dijo con una voz calmada, cuando en su interior se estaba
haciendo pedazos. Le dolía tanto que, probablemente, llevaría las cicatrices el resto
de su vida.
Los ojos de él permanecieron fijos en los de ella durante unos segundos
inagotables. Después, se apartó y la dejó pasar.
La habitación de invitados tenía su propio armario con ropa de cama. Así que
después de desnudarse y quitarse el maquillaje, hizo la cama, se metió dentro y apagó
la lámpara de la mesilla de noche.
No le costó mucho quedarse dormida, pero, por la mañana, se despertó muy
temprano.
Al principio, le costó recordar dónde estaba y por qué. La cama era cómoda, pero
ella no estaba acurrucada junto al cuerpo musculoso de Justin, como era su costumbre.
Echaba de menos el firme latido de su corazón y la seguridad que le proporcionaba el
calor de su cuerpo. También echaba de menos hacer el amor con él. A ella le encantaba
el hecho de que él nunca pareciera tener suficiente.
Pero todo aquello se había acabado, le decía una vocecilla. «Tú lo has echado a
perder».
Entonces, comenzó a llorar, mirando hacia el techo, hasta que la tenue luz del
alba fue iluminando la habitación. Primero todo eran sombras, después la habitación se
llenó de brillo y color.
Pero aún era muy temprano para levantarse y hacerle frente al día. Pero volverse
a dormir era total mente imposible. Podía ir a la habitación de Justin a por todo lo que
necesitaba para ir a la oficina; pero, entonces, se encontraría con él... y eso era algo
imposible. Prefería plantarle cara cuando los dos estuvieran vestidos. Pero eso
significaba que tendría que esperar hasta las seis y media, cuando él bajaba al
gimnasio de la planta baja.
Mientras tanto, decidió darse una buena ducha con la esperanza de que la
ayudara a relajarse y a eliminar tensiones. Pero no lo logró.
Después, con mucho cuidado, agarró la ropa que había llevado la noche anterior y
entró en la habitación.
La cama mostraba la ocupación de Justin. Las sabanas y mantas estaban
revueltas y los almohadones, mostraban que había dormido en más de una posición. Por
lo visto, él tampoco había pasado una noche tranquila.
De alguna manera, aquel pensamiento la hizo sentirse mejor.
Se dirigió hacia el vestidor para elegir lo que se pondría ese día. La ropa era muy
importante, por lo que eligió la ropa interior más sexy, se puso las medias más sedosas
y agarró un traje que acababa de comprar la semana anterior y que aún no había es
trenado. Finalmente, se colocó unos zapatos con tacón de aguja con una altura de
vértigo. Cuando acabó de vestirse, agarró su bolsa de maquillaje y volvió a la
habitación de invitados.
El maquillaje era a la vez una forma de arte y un arma, por lo que ese día se lo
aplicó con esmero, re saltando los pómulos y el brillo de los ojos. Después, se recogió
el pelo en un moño y se puso perfume.
Así, se encontró lista para afrontar lo que el día le pudiera deparar.
Si tenía alguna esperanza de salir del piso sin encontrarse con Justin, esta se
desvaneció cuando entró en la cocina y se lo encontró sentado a la mesa, con un
periódico en una mano y una taza de café solo en la otra.
Su rutina al volver del gimnasio solía ser: ducharse, afeitarse, vestirse y,
después, desayunar.
Esa mañana parecía que había invertido el orden y al verlo con la camiseta
empapada de sudor y el pelo alborotado del ejercicio sintió que le temblaban las
rodillas. Aquel aspecto tan mundano hacía que el corazón le latiera más deprisa.
El levantó la cabeza al oírla llegar y sus miradas se encontraron.
A él no le dio ningún placer ver en la cara de ella las huellas de que había pasado
una noche tan mala como él.
—He hecho café.
_____ se preparó un té, metió un par de rebanadas de pan en la tostadora y peló
un plátano mientras esperaba a que se hicieran. Cuando las tostadas saltaron, las untó
con miel y se las llevó a la mesa.
«Parece que vas a continuar así», le dijo él con la mirada.
—En cuanto pueda me marcharé a otro piso —dijo ella con tranquilidad. Tomó
aliento y dio un mordisco a la tostada, que casi se le atraganta.
— ¿De verdad crees que voy a permitirlo? —dijo él con calma, con demasiada
calma.
Ella habría estado dispuesta a jurar que se le había cortado la respiración
durante unos segundos, dejándola incapaz de decir nada coherente.
—No es una decisión tuya —logró decir, por fin.
— ¿Ah no? -dijo él con un tono suave que ocultaba algo difícil de definir.
—Es mi hijo y mi cuerpo -dijo como si estuviera empeñada en seguir un camino
hacia la autodestrucción.
—Es nuestro hijo —la corrigió él—. Y nuestra decisión —añadió, poniéndose de
pie, consciente de la diferencia de altura, tamaño y peso.
Él se dio cuenta del brillo de alarma que apareció en los ojos de ella, y se alegró.
¡Caray! Pensaba utilizar todas las ventajas que tuviera a su alcance.
Ella siguió en sus trece.
—Ya he tomado una decisión.

Una Boda Por AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora