Amor Predestinado

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Beteado por AiQi




Guy entró en la casa con prisa. Dejó las llaves en el mueble del recibidor, vagamente consciente de que nunca más volvería a cogerlas, y saludó al aire, anunciando su llegada a quien quiera que estuviera en el hogar. El olor de la carne en la sartén le advirtió que su madre ya estaba ahí.


Decidió que hablaría con ella después, cuando terminara de hacer la maleta. Entró en la habitación, tomó una mochila escolar y metió lo fundamental. Siempre creyó que cuando llegara ese día pasarían meses haciendo la mudanza, incapaz de abandonar ese viejo póster de Las Cuarenta de WallStreet, su colección de libros de aventura fantástica humana o el corcho donde se reflejaba toda su adolescencia en el instituto True Liberty. Ahora comprendía qué banal había sido su vida hasta la fecha. Nada era importante, no tanto como lo que estaba a punto de ocurrirle.


Por fin la vida comenzaba para él.


Lo único que se llevó fueron camisas, pantalones, sus mejores calzoncillos y un par de abrigos. En el último momento metió el cepillo de dientes y sacó la caja de condones que había colocado bajo la ropa sin pensar. No tenía sentido.


Cuando apareció en la cocina con la mochila al hombro su madre interrumpió la canción que estaba tarareando. Lo observó un segundo, congelada. Luego volvió a los fogones, giró la manilla para apagar la vitrocerámica y alejó la sartén del fuego. Comprendía lo que estaba pasando.


—¿La has encontrado?


Guy se encogió de hombros, sin mirarla a los ojos. La despedida estaba siendo extrañamente fácil. Había esperado sentirse destrozado por abandonar a su familia así, tan abruptamente, pero no encontró dentro de él nada más que emoción ante la idea de lo que le esperaba al otro lado del portal, dentro del pequeño y descascarillado Seat panda.


—No exactamente. Lo encontré, más bien.


—¿Él? —Su madre frunció el ceño, luego suspiró. —Pero a ti no te gustan los hombres.


De nuevo, Guy se encogió de hombros. La conversación le pareció fuera de lugar. Sabía que su madre sólo intentaba alargar el momento, resistiéndose a dejar marchar al último de sus hijos. Pobre mujer. Al menos no estaría completamente sola y podría disfrutar del resto de su vida en compañía de su pareja sin estar preocupándose por su gran prole, resultado de su amor perfecto.


—Sí, bueno, es amor predestinado, ¿no? No hay mucho que pueda hacer contra eso. Supongo que de todas formas me gustará el... —dudó. ¿Estaba bien hablar de sexo con su madre? Sólo hacía media hora que se había emancipado emocionalmente. No creía estar preparado.


Ella tampoco lo parecía, porque apartó la vista y comenzó a doblar trapos sobre la encimera, trapos que ya estaban doblados.


—Sí, claro. No creo que haya problema. —Ladeó la cabeza, fijándose en las formas que las vetas del mármol hacían sobre el poyo, y se aclaró la garganta. —¿Al menos puedo verlo? Me gustaría conocerlo, saber qué tipo de persona es. —Su ceño volvió a fruncirse, concentrada en las manchas. —Al menos mantendremos el contacto, ¿no? Tu hermana todavía me llama una vez al mes. Tú también podrías hacerlo.

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