Billy.

32 4 0
                                    

El aire apestaba a muerte y a miedo.

La sombra que proyectaba Bill a la luz de las llamas parecía la de un hombre alto y fuerte, pero Bill no era más que un pequeño niño asustado en medio de la noche. Los desarticulados gritos de las víctimas se mezclaban con los crujidos de los huesos al romperse. No había manera de escapar, en medio de la terrible oscuridad de una noche sin luna ni estrellas. El círculo de luz que brindaba la hoguera era en apariencia el lugar más seguro del bosque. Aún así, llevado por la desesperación, Bill corrió a toda prisa en dirección a la oscuridad, pero se paró en seco cuando una carcajada histérica sonó justo en la dirección en la que iba. Desde arriba de un árbol que apenas era iluminado por la luz naranja del fuego, lanzaron un cuerpo con un abultamiento en la espalda, un blanco hueso ensangrentado había rasgado la camisa y las piernas apuntaban en direcciones imposibles. El cuerpo tenía los ojos abiertos, ojos oscuros que miraban al vacío. Oyó más risas procedentes de los árboles ocultos en la penumbra de la noche.
    Entonces Bill se echó a llorar. Retrocedió lentamente, cerrando con fuerza los ojos por la horrible escena que acababa de ver. Las lágrimas le rodaban cálidas por las mejillas, sentía las manos heladas y las piernas tan débiles que temió que le cedieran. No quería estar allí, no quería seguir temblando, no quería tener tanto miedo. No tenía idea de qué estaba sucediendo, pero sabía que él era el único con vida.
Sólo una mirada, una mirada fue todo lo que le bastó para saber que el cuerpo que había visto inmóvil y ensangrentado junto a la oscuridad era el de su padre. No vio a los demás, pero sabía que habían tenido el mismo destino. Lo sabía porque los gritos habían cesado, y casi podía sentir un millón de miradas clavadas en él.
   El crujir de una rama lo hizo levantar la vista, miró hacia los árboles aterrado. Una risita burlona a su espalda lo hizo voltearse. Histérico, se acercó a la hoguera y tomó una rama en llamas.
    —¡Aléjense de mí! —chilló, al tiempo que lanzaba la rama con todas sus fuerzas en dirección de dónde había oído la risa.
Entonces lo vio, sólo una fracción de segundo, pero fue la visión más aterradora que había presenciado en sus escasos siete años de vida. La rama en llamas golpeó a esa cosa enorme de afilados dientes sin labios para cubrirlos. Llevaba una andrajosa capa negra en la jorobada espalda y los flacos brazos de larguísimos dedos se le habrían arrastrado en el suelo de no ser porque los llevaba flexionados de forma extraña, porque tenía dos codos en cada brazo.
   La criatura lanzó un chillido desgarrador y se movió a una velocidad descomunal, regresando a la oscuridad.
«Odian la luz», pensó Bill como atontado, esbozando una temblorosa sonrisilla. Al lado de la hoguera, una pila de leña se amontonaba a la espera. Bill sabía que no tardaría en amanecer, si lograba mantener el fuego con vida lo suficiente, él también seguiría vivo.

   Una hora más tarde, el fuego comenzaba a debilitarse. Bill se abrazaba las rodillas, dándole la espalda al cadáver. No quería voltear a verlo ni una sola vez más, de todas formas no podía sacarlo de su cabeza, y sospechaba que si salía con vida, nunca podría volver a borrarlo de su memoria. Oía risillas, oía pasos, gruñidos y un sonido húmedo. Entonces supo que estaban devorando a su familia. Al ver el fuego débil, se apresuró a meter un par de troncos para avivarlo, «es mi única salvación —pensó—, aunque ya no estoy seguro de que quiera seguir viviendo».

En el horizonte, comenzó a ver la azulada claridad del alba entre las enormes montañas. Pero faltaba mucho para que la luz del sol bañara aquellos bosques. Aún así, sabía que tenía suficiente leña para ver la luz del día una vez más. Con la claridad venía la esperanza, la posibilidad de seguir con vida, la promesa de nunca más pedirle a sus padres acampar... pero claro, ellos ya no estaban. Alejó los pensamientos tristes de su mente. Se concentró en dejar de llorar e intentar sobrevivir. Con la luz del sol vendrían las demás preocupaciones, pero no eran tan grandes como las que tenía en ese momento.
El bosque se sumió en un silencio absoluto, un silencio tan pesando y espeso que a Bill se le erizó la piel. Casi podía oír el latido de su corazón. Se aclaró la garganta para tratar de hacer algo de ruido, pero ni siquiera eso pudo espantar el silencio que lo envolvía. Porque nada puede ahuyentar un silencio previo a una posible muerte inminente. Bill sólo tenía que mantener el fuego vivo, eso era todo. Tomó un par de ramas de las más delgadas y las lanzó a las llamas, «es fácil», se dijo, tratando de tranquilizarse. Empezó a sentir una chispa de esperanza que crecía en su pecho a medida que pasaba el tiempo. No sabía que historia iba a contar, sabía que por mucho que dijera la verdad, nadie iba a creerle. Sabía que lo tomarían por loco. Bill siempre fue un niño listo, y sus padres le habían enseñado a no decir mentiras. Bill también era obediente y nunca les desobedeció, pero si se aferraba a la verdad, seguramente pasaría el resto de su miserable vida en un cuarto acolchado. Sus padres no habrían querido eso, ni su hermana tampoco. Ella tenía una sonrisa preciosa, siempre era tan amable, desearía que el último recuerdo de ella fuera verla sonreír, no ser arrastrada hacia el bosque mientras le suplicaba ayuda a gritos. Lo invadieron los recuerdos y sacudió la cabeza con rabia, y se secó las lágrimas. Quizá sería mejor echarle la culpa a un oso, o quizá a los lobos, daba igual. El silencio se prolongó por tanto tiempo que comenzó a sentir que lo que sea que estuviera ahí entre los árboles, se había ido. En ese momento se sintió verdaderamente esperanzado. Bill iba a vivir. Tomó una rama larga y hurgó en el fuego con gesto distraído. No podría decirse que estuviera pensando en nada, de hecho, había alejado cualquier pensamiento de su cabeza a modo de defensa. Si volvía a recordar el cadáver de su padre se pondría a llorar otra vez. Bill odiaba perder la calma.
De alguna manera consiguió mantenerse calmado, y también logró no pensar en los gritos de su madre. Una rama se sacudió a sus espaldas. El escalofrío que le recorrió el cuerpo entero fue aterrador y entonces escuchó algo, más allá del silencio. Un patrón de sonido que ascendía con el pasar de los segundos. El sonido de las hojas de los árboles siendo golpeadas por objetos diminutos, o eso le pareció a Bill. Cerró los ojos y escuchó con más atención: «tip, tip-tip, tip, tip».
Abrió los ojos y lo comprendió aterrado «lluvia —pensó—, ¡lluvia!».
—No, por favor... —apenas le salió un hilillo de voz temblorosa. Las lágrimas comenzaron a asomarse en sus ojos y unas gotas de sudor helado le bajaban por las sienes.

Bill se volvió a sentar en el suelo, ni siquiera se molestó en entrar en la tienda, no soportaría sentir el aroma del perfume de su madre, de todas formas iba a volver a estar con ella muy pronto. Se abrazó las rodillas y lloró. Mientras la lluvia aumentaba, vio las últimas llamas extinguirse y la oscuridad lo abrazó y lo cegó, «no quiero morir —pensó—, por favor, no quiero morir». Oyó una risa débil a su espalda y se le escapó un tembloroso sollozo cuando sintió una fría mano de largos dedos huesudos deslizándose lentamente por su espalda.


Fin.

Bosque Donde viven las historias. Descúbrelo ahora