Harry. Día 27

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John Ivers es un educado y agradable abuelo con una gorra de béisbol de color blanco y con bigote. Su señora y él viven en una granja enorme en plena campiña de Indiana. He conseguido su número de teléfono gracias a una página web que se llama «Indiana Excepcional». He llamado con antelación, tal y como recomendaba la página, y John ya está en el jardín esperándonos. Nos saluda y se acerca, nos estrechamos la mano y disculpa la ausencia de June diciéndonos que se ha ido al mercado.

Nos conduce a la montaña rusa que ha construido en el jardín trasero. De hecho, son dos: la Blue Flash y la Blue Too. Ambas son solo para una persona, la única decepción, pero por lo demás, son una estupendas.

—No soy ingeniero de formación —nos dice John—, pero soy un adicto de la adrenalina. Carreras de destrucción de coches, carreras de dragsters, carreras de velocidad... Cuando lo dejé, intenté pensar en qué podría sustituir todo aquello, qué podría darme aquel subidón. Me encanta la emoción del destino inminente e ingrávido, así que decidí construir algo que me proporcionara todas esas sensaciones a la vez.

Mientras el hombre permanece allí, delante de nosotros, con las manos en las caderas y señalando con la cabeza la Blue Flash, pienso en «el destino inminente e ingrávido». Es una frase que me gusta y comprendo. La almaceno en un rincón del cerebro para extraerla de allí más tarde, tal vez para una canción.

—Es muy posible que sea usted el hombre más brillante que he conocido en mi vida —digo.

Me gusta la idea de que una cosa pueda proporcionarte estas sensaciones. Quiero algo así, y entonces miro a Louis y pienso: «Ahí lo tienes».

John Ivers ha construido la montaña rusa adosada a un cobertizo. Dice que mide cincuenta y cinco metros de longitud y que alcanza una altura de seis metros. La velocidad no supera los cuarenta kilómetros por hora y el recorrido es de solo diez segundos, pero tiene incluso un bucle invertido. A simple vista, la Flash no es más que un montón de metal de desguace pintado de azul celeste, con un asiento individual de automóvil de los años setenta y un cinturón de seguridad de tela deshilachada, pero tiene algo que me produce una increíble picazón de deseo y me muero de ganas de subir.

Pero le digo a Louis que puede subir él primero.

—No, tranquilo. Sube tú.

Se aparta de la montaña rusa como si fuera a engullirla, y de repente me pregunto si habrá sido mala idea.

Pero antes de que me dé tiempo a decir algo, John me ata al asiento y me empuja hasta quedarme junto al tejado inclinado del cobertizo, entonces noto y oigo un clic, y subo, subo y subo con la ayuda de una cadena. Cuando llego arriba, dice:

—Mejor que te agarres bien, hijo.

Y así lo hago en el escaso segundo en que quedo colgado sobre lo alto del cobertizo, los campos de cultivo extendiéndose a mi alrededor, y entonces salgo disparado y entro en el bucle invertido, gritando tanto que me quedo ronco. Se acaba demasiado pronto, y quiero repetirlo, porque la vida debería ser así siempre, no solo durante diez segundos.

Y lo repito cinco veces, porque Louis no está todavía preparado, y siempre que acabo, hace un gesto con las manos y me dice:

—Vuelve a subir.

La siguiente vez, salgo, con las piernas temblorosas, y de repente veo que Louis toma asiento y que John Ivers está sujetándolo, y luego veo que empieza a ascender hasta lo más alto del cobertizo, donde permanece un segundo inmóvil. Vuelve la cabeza hacia donde yo estoy y de pronto sale disparado, gira y grita hasta no poder más.

Cuando se detiene, no sé muy bien si va a vomitar o a bajar e irse. Pero oigo que grita:

—¡Otra vez!

Broken Soul (L.S)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora