La primera curiosidad que tuvo sobre ella fue el lazo que llevaba atado en el cuello y fue como un imán que lo atrajo como abeja a la miel, destacándola del resto de chicas de la universidad en cuanto la encontró. Aquel accesorio siempre estaba variante y cubriendo firmemente en una misma posición su delicada piel y resaltando lo largo que era su cuello. Ella lo solía variar por colores, de acuerdo a la prenda superior que llevara. Si llevaba un polo azul, solía ser una cinta azul; si llevaba un polo rojo, rojo y así combinaba perfectamente la cinta con el atuendo que trajera puesta.
Para él, era la chica más linda que había conocido. Una belleza de cabello tan negro como el carbón y ojos azules, tan profundos como un océano de aguas frías. Una mirada cargada siempre de buenas intenciones que hacían que se le cortara la respiración con solo mirarla.
Más de una vez intentó acercársele, sólo consiguiendo al último intento un poco de atención por parte de ella, quién, parecía una caja de sorpresas que él deseaba destapar.
Su primera conversación fue de tema triviales, temas como familia, amigos y gustos, cada uno de ellos con la típica inseguridad de los recién conocidos, pero mientras pasó el tiempo, ambos se fueron soltando y dejando el miedo atrás.
Solo pocas semanas después de su primera conversación él encontró como alma compatible, la de aquella muchacha. Luego de tanto piropo y flores; además de, chocolates y cartas cargadas de sentimientos ella lo había aceptado como novio. Estaba feliz y creía que ella también, su sonrisa se lo demostraba.
Pero aún persistía la pregunta de porque nunca, en ningún momento de sus salidas había dejado aquella cinta alrededor del cuello. Era como su particularidad. No la dejaba nunca.
Fue hasta el segundo mes de noviazgo, luego de una maravillosa primera vez entre ambos, que pudo saber parte de un secreto corrompido. En el acto, mientras besaba el cuello de la chica que amaba, notó lo que escondía la cinta. Una cicatriz.
No preguntó mucho porque quería darle tiempo a que ella le dijera que había pasado. En su mente pintaban muchos panoramas: Una mala caída, un accidente o un loco haciéndole daño. Pensar en lo último, le hacía temblar de la rabia.
Ella se lo contó solo una semana después, transportándola a una historia que le heló la piel.
Le relató como de pequeña, una picazón empezó a invadirle el cuello, con el pasar de los días aquella picazón se convirtió en una llaga y mientras pasaban los días aquella llaga empezó a expandirse por su garganta. Lo malo de aquella, nunca sanaba. Le había puesto cicatrizantes, remedios y pomadas y, en vez de cicatrizar, parecía expandirse más. Cuando fue al primer medico local, la cicatriz había avanzado tanto, que ya había llegado a la mitad de su cuello. El medico solo se limitó a hacerle estudios y dio como veredicto que pronto sanaría. Desahuciadas, ella y su madre, fueron a los médicos de la capital de su estado, solo para tener una receta igual y un diagnostico que no mostraba nada. Cansadas y buscando a mejores médicos fueron a la capital, pero al igual que en los lugares a los que fueron antes, no sirvió de nada. La cicatriz había avanzado tanto y en línea horizontal que bordeaba su cuello.
Desahuciada y sin ninguna esperanza, su madre por consejo de una señora que conocieron en el hospital de la capital, la llevó a un chamán o hechicero de la región para ver que tenía, encontrado en ella una maldición:
Maldición de degollamiento.
Aquella consistía en un polvo que tras ser pisado iba carcomiendo la carne en el cuello. Según explicaciones del chaman, si una punta se unía con otra, la persona moría decapitada. Y había sido impuesta por la amante de su padre, quien despechada, había visto en ella el punto de una venganza. Afortunadamente para ella, había llegado a tiempo y tras otro ritual, fue salvada de aquel atroz fin.