Corrompidos

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Recordaba como si hubiese sido ayer la última vez que había atravesado el húmedo camino de arboles. Tenía veinte años recién cumplidos, estaba asustado, confundido y furioso. Ahora se sentía igual. Las sirenas de los patrulleros chillaban mientras las luces rojas y azules se perdían entre los rayos del sol ardiente. La casa en la que alguna vez había crecido estaba vallada con una cinta color amarilla. Mucho antes de que pudiera preguntar qué había sucedido, un hombre alto y uniformado se acercó.

-¿Quién es usted? - Preguntó. Pudo reconocer su voz de hace unas horas atrás cuando un llamado lo levantó de la cama a él y a su padre.

-Usted me llamó, yo he vivido aquí. Soy... hijo de la fallecida - Le había costado mucho más la palabra "Hijo" que la palabra "fallecida". Y en realidad no le sorprendía, tampoco lo hacía su muerte.

-Su hermano asegura que ha muerto- contestó el oficial.

Hermano. El pequeño e infeliz diablillo que había dejado atrás hace dos años. Se sentía culpable y frustrado. Ahora odiaba el doble a su endiablada madre. Por otra parte que lo creyeran muerto, como todo lo demás, no le sorprendía. De hecho, ahora entendía que seguramente era parte del plan y con ello la pintura y los moldes que su madre alguna vez había hecho de su cuerpo. Ella jamás perdía nada en esta vida sin encontrar un reemplazo antes.
-Es una larga y penosa historia. - Dijo finalmente - Mi madre era fanática de una extraña doctrina, como verá. Luego de que mi padre la engañara cuando yo aún era un infante y mi hermano un recién nacido, ella se refugió aquí. Se inventó una vida lejos de los pecados que ella aseguraba que la acechaban, y como veo, sin embargo, la alcanzaron. Pasé veinte años creyendo y viviendo esta farsa; hace dos años me dijo la verdad, me contó sobre mi padre y me dio la opción de quedarme o irme con él. Me fuí. Ahora vuelvo y está muerta. Le pido que se ahorre el pésame. - Suspiró - ¿Puedo ver a mi hermano?

***

Las sirenas retumbaban en sus oídos y fuera de su cuarto. Donghae estaba perdido, aterrado y demasiado triste para reaccionar. Llevaba horas con las rodillas tiritantes pegadas al pecho, intentando aferrarse al último recuerdo vivo que tenía de Hyukjae. Ahora él ya no estaba, los hombres de azul se lo habían llevado dentro de una bolsa plateada.Ni ser un muñeco ni morir era algo hermoso, y si lo eran, entonces la belleza se había llevado a lo único realmente bello que había conocido jamás.

Donghae intentaba hacer memoria y recordar el instante en el que le había dicho que lo amaba, pero ese instante no estaba en su cabeza. Quizás lo había olvidado, quizás nunca se lo dijo. ¿Y si ese hombre se había marchado del mundo creyendo nunca haber sido amado? Donghae llevaba horas llorando.

Cuando la puerta se abrió dos hombres azules entraron, tras de él entró otro muchacho que vestía de negro.
Lo reconoció en segundos. Su rostro seguía siendo hermosos, sus labios perfectos, su piel tan tersa como una porcelana. Él seguía siendo un muñeco, pero uno vivo. Donghae jadeó y se clavó las uñas en las palmas de las manos para sangrar y no gritar. Era su hermano, su difunto y maldito hermano. Ahora tenía sentido. Su hermano era la muerte, el jodido enviado de Dios, el ángel de la justicia. Tal vez enviado desde los malditos cielos a llevarse lo único que había amado. Finalmente, él se lo había llevado todo. Y los hombres de azul eran sus soldados o quizás sus esclavos, no importaba, ellos tenían al Señor Lee, a Hyukjae, como Kyuhyun lo había llorado durante media hora hasta que ellos habían llegado. Su hermano se lo había arrebatado.

-¡¿Dónde está?!- Gritó desgarrándose la garganta. Los hombres de azul, fiel al demonio muerto que tenía delante, lo sujetaron. Donghae se retorció, ya ni siquiera queriendo escapar, sólo descargar la rabia que le quemaba la carne bajo la piel.
Su hermano, como siempre, lucía inocente. Con sus hermosos y oscuros ojos abiertos como dos grandes platos. Lo odiaba, lo odiaba tanto... se lo había llevado todo, lo único que había amado. Y aún así, desgarrando sus músculos por el ferviente deseo por saltar al cuello de su hermano y desgarrarle la piel con sus dientes pensó en Hyukjae, se lo imaginó pintando el perfecto rostro de su hermano, besando sus perfectos labios, tomando y tocando su perfecto cuerpo... Seguía odiandolo, pero lo odiaría menos si lograba hacer feliz y sentirse amado al miserable señor Lee.

Y Donghae no tenía manera de saberlo pero, aún profesando odio y depravación, entre su madre santa y su pintor con ambiciones de héroe, había sido el único capaz de darlo todo por amor. Él no tenía manera de saber que, entre todos, él no era el monstruo ni la depravación. Pues, ¿no es acaso el amor al prójimo el pilar de la fé de Dios? Bien, allí, herido y débil yacía rabiando el demonio que de siete pecados capitales había comedido y deseaba competer al menos seis. Yacía temblando, el demonio humano que había amado y dejado todo por amor.

¿Qué significaba entonces su sufrir? ¿Un merecido castigo de Dios? ¿O la más clara prueba de su ausencia?

La próxima vez que te hablen del bien y del mal recuerda ésto y piensa: La depravación jamás ha tenido un rostro tan bonito. No te dejes engañar.

Castaño de porcelanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora