Redada en el mercado negro

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Las máscaras deberían haber desaparecido del mundo mágico con la caída del Señor Oscuro y, junto a ellas, las mentiras, los subterfugios, las sombras y los juegos de poder. Por supuesto, no lo hicieron. Muchos magos y brujas vieron la muerte de Lord Voldemort como el fin de una era, de un régimen, y se equivocaban. Era El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado quien se alimentaba de los miedos y prejuicios de una sociedad clasista, anquilosada por los privilegios de las 28 familias, y no al contrario.

«Y por eso las máscaras siguen existiendo», pensó Draco Malfoy ante el espejo de su cuarto, mientras se ajustaba al rostro la que había usado como mortífago. Observó cómo su reflejo cambiaba hasta convertirse en el de una joven rubia de pelo corto, menuda, con unos ojos negros muy vivos. Suspiró aliviado ante la imagen; la máscara tenía un extraño sentido del humor y en anteriores ocasiones había sido un niño, una anciana o un elfo doméstico. No quería pasarse horas en busca del aspecto adecuado para la misión asignada por el Ministerio: ir al mercado negro, reunir pruebas y salir de allí antes de que el Departamento de aurores hiciese la redada. Como antiguo seguidor del Señor Tenebroso y miembro de la más alta sociedad mágica, el Ministerio lo había requerido con asiduidad para realizar ese tipo de trabajos. Al compaginar dichos encargos con su labor de medimago en San Mungo, tenía la oportunidad de reparar gran parte del daño que había provocado durante la II Guerra Mágica.

Encontrar el mercado negro había resultado sencillo para un Malfoy: con los contactos adecuados, se podía conseguir casi cualquier cosa. Mientras hubiese algún mago o bruja realizando experimentos ilegales, alguien quisiese incorporar un animal protegido a su zoo o el Ministerio se empeñase en controlar ciertos ingredientes de pociones, habría personas interesadas en cubrir estas necesidades a cambio de cuantiosas cantidades de galeones. El suyo era un mundo oscuro, las sombras siempre encontraban la forma de propagarse y él las conocía demasiado bien.

Las campanadas del reloj de pie interrumpieron sus reflexiones sobre la sociedad mágica y le indicaron que ya era hora de partir. Descendió al sótano de la mansión, sacó su varita y dibujó un complejo patrón en uno de los muros para invocar la puerta que daba al almacén de objetos mágicos. Astoria y él querían una gran familia y, con niños en casa, era mejor para todos mantener el cuarto en secreto. Las paredes de la estancia estaban cubiertas de estanterías con piezas precintadas de diversas maneras: con hechizos, mediante otros objetos mágicos o ancladas a la superficie. Siempre había tenido debilidad por los objetos oscuros y la habitación era fiel reflejo de ello. Con paso firme, se dirigió hacia la chimenea que estaba al fondo del cuarto. Su categoría como agente encubierto del Ministerio le permitía viajar de forma anónima por la red flu: nadie sabría de dónde venía y, si encontraban la forma de seguir su rastro, tenía varias sorpresas preparadas para los intrusos.

Sin pensarlo mucho más, abrió la bolsa con polvos flu y dijo con voz alta y clara:

—¡Estación Farringdon!

Nada más salir de la chimenea, lo primero que notó Draco fue el hedor de las bestias hacinadas. La subasta de criaturas mágicas era un imprescindible del mercado negro y estas no siempre recibían los cuidados que necesitaban. Tras recuperarse del impacto del olor, echó un vistazo a su alrededor: estaba en una antigua taquilla del metro de Londres, forrada de madera y con una caja registradora echada a perder por la herrumbre. Abrió la puerta y se internó en el estrecho y concurrido túnel de ladrillo que lo llevaría al andén abandonado donde se habían establecido los tenderetes.

Magos, vampiros, hombres lobo y muggles de la peor calaña se mezclaban entre las vías del tren. Ayudado por la máscara, disimuló todo lo que pudo su cara de asco y para distraerse, empezó a curiosear entre los puestos que rodeaban al escenario de la subasta. Listó las infracciones: comercio de ingredientes para pociones prohibidas, venta de completas guías de maleficios, tráfico de animales mágicos, y ¡premio!: un puesto de objetos malditos. El Ministerio le había pedido que reuniese pruebas y eso haría, llevarse un recuerdo para su colección no haría daño a nadie. Se acercó a la joven bruja que regentaba el puesto y la reconoció de inmediato: Augusta. Los ojos negros y hundidos y la piel cetrina la delataban como miembro de una de las Sagradas Veintiocho: la familia Rowle. Al ser de sangre pura, Draco la había visto varias veces en fiestas en casa de sus padres, las que daban antes de la II Guerra Mágica. Dejó de lado los malos recuerdos y centró su atención en los objetos. Augusta se levantó para atender a la mujer rubia y Draco intentó ser agradable.

El profesor de Defensa contra las Artes Oscuras.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora